Desde mediados del siglo XX, el mundo ha experimentado una expansión inédita del constitucionalismo escrito. Según documenta Wim Voermans, profesor de la Universidad de Leiden, en su obra The Story of Constitutions, 189 de los 193 Estados reconocidos en el sistema internacional cuentan hoy con una constitución formal, y más del 75% de estos textos han sido adoptados desde 1975. Esta cifra, que podría celebrarse como una victoria de los principios democráticos y del Estado de derecho, encierra también una paradoja inquietante: nunca hubo tantas constituciones y, sin embargo, nunca fue tan incierta su eficacia. La brecha entre el texto y la práctica se ha ensanchado al punto de convertir a muchas constituciones en artefactos retóricos, desvinculados del ejercicio real del poder.

Este auge normativo responde a múltiples factores: procesos de descolonización, transiciones a la democracia, reformas impulsadas por organismos internacionales y, más recientemente, una renovada sensibilidad frente a los derechos humanos y la justicia social. Sin embargo, la proliferación de constituciones no garantiza, por sí sola, órdenes constitucionales efectivos. La existencia de un texto fundamental puede responder más a exigencias de legitimidad formal que a una convicción profunda de someter al poder a reglas jurídicas estables.

En efecto, numerosas constituciones contemporáneas actúan como vitrinas simbólicas antes que como instrumentos normativos de control. Declaran derechos que no se garantizan, establecen órganos que no funcionan y proclaman principios que se disuelven en la práctica institucional. El fenómeno no es menor: en diversos países, el texto constitucional convive con regímenes autoritarios, sistemas judiciales debilitados, altos niveles de corrupción o capturas corporativas del Estado.

La paradoja es evidente: asistimos a una constitucionalización de la política sin una constitucionalización efectiva del poder. Lo que debería ser el marco jurídico supremo de toda actuación pública, deviene en muchos casos en un repertorio de aspiraciones incumplidas. Constituciones extensas, redactadas con ambición transformadora, que acogen programas de justicia social, mandatos de inclusión y catálogos robustos de derechos, pero que no logran superar las barreras estructurales que impiden su implementación.

El riesgo de este desajuste es doble. Por un lado, se erosiona la credibilidad de la norma constitucional cuando esta no se cumple o se aplica de manera selectiva. Por otro, se banaliza el instrumento constitucional mismo, reduciéndolo a una herramienta de legitimación sin contenido normativo efectivo. En ambos casos, el resultado es una desafección ciudadana hacia el orden jurídico-político, que termina alimentando la desconfianza institucional y el avance de soluciones autoritarias.

Frente a este panorama, el reto del constitucionalismo contemporáneo no radica únicamente en redactar textos más precisos o ambiciosos, sino en construir condiciones institucionales, sociales y culturales que aseguren su cumplimiento. No se trata de renunciar a la función aspiracional de la constitución, sino de dotarla de mecanismos reales de exigibilidad, órganos de control robustos y de una ciudadanía informada y activa que reclame su cumplimiento.

Más aún, urge repensar el equilibrio entre las promesas constitucionales y las capacidades reales del Estado. Cuando una constitución promete más de lo que el aparato institucional puede garantizar, se corre el riesgo de que sus disposiciones pierdan fuerza jurídica y se conviertan en postulados morales sin consecuencias prácticas. La constitución, en tal caso, deja de ser norma para convertirse en símbolo. Y cuando los símbolos se desgastan, se vuelven vulnerables al descrédito.

La proliferación de constituciones en el mundo es un dato relevante del proceso civilizatorio, pero no debe confundirse cantidad con calidad, ni presencia formal con eficacia normativa. El verdadero constitucionalismo no se mide por el número de artículos ni por la extensión de los catálogos de derechos, sino por su capacidad de estructurar y limitar el poder, de proteger efectivamente a las personas y de establecer un marco de convivencia sustentado en el respeto a la ley.

El futuro del constitucionalismo no dependerá tanto de su expansión como de su arraigo. No bastan textos bien redactados: se necesitan instituciones que los hagan valer. La promesa constitucional solo podrá cumplirse si deja de ser un espejismo y se convierte en una práctica política y jurídica cotidiana.

En el marco del Día Internacional de las Constituciones, esta reflexión adquiere particular pertinencia, pues invita a cuestionar no solo la existencia formal de las constituciones como textos fundacionales, sino su vigencia material como norma viva. La conmemoración global de este día suele celebrarse con discursos que exaltan el papel de las constituciones en la organización democrática de los Estados; sin embargo, pocas veces se problematiza el abismo que separa la letra constitucional de su cumplimiento efectivo. Recordar el nacimiento de las constituciones debe ser también ocasión para examinar su salud institucional y su capacidad de traducirse en garantías tangibles para las personas. En lugar de asumirlas como conquistas definitivas, debemos interrogarnos sobre su funcionamiento real, sus límites prácticos y los desafíos pendientes, para que dejen de ser espejismos jurídicos y se conviertan en auténticos pilares de un orden democrático y justo.

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