Por MARÍA EMILIA MOLINA DE LA PUENTE

En los regímenes democráticos, la independencia judicial no es un privilegio de las juezas y de los jueces: es un derecho de la población. Cuando se erosiona la capacidad de los órganos jurisdiccionales de actuar con imparcialidad y sin presiones externas, es la sociedad entera la que pierde la garantía de un juicio justo, la tutela efectiva de sus derechos y el equilibrio de poderes que sustenta al Estado de derecho.

La historia y el derecho comparado lo confirman: toda reforma legal o constitucional que afecte el núcleo esencial de la función judicial —como su estabilidad, su profesionalización, o la garantía de inamovilidad— debe ser escrutada con un estándar riguroso de legitimidad democrática y compatibilidad con los compromisos internacionales del país. En especial, con aquellos que establecen que la independencia judicial es una condición ineludible para el ejercicio de la función jurisdiccional.

Nuestro trabajo como juzgadoras y juzgadores, trasciende a los tribunales. La defensa de la independencia judicial no es un tema de privilegios o inmunidades, sino un compromiso ético con el Estado de derecho y con los derechos de las personas. Sin independencia judicial, no hay justicia; sin justicia, no hay libertad.

El deber de resistir: no como rebeldía, sino como integridad

No basta con ser imparcial en las resoluciones. La verdadera vocación de la judicatura se prueba en los momentos de amenaza institucional. Es precisamente cuando la independencia está en riesgo que se activa un deber ético y jurídico de mayor alcance: la defensa activa del orden constitucional y de los valores fundamentales que lo sostienen.

Este deber no es una cuestión de militancia ni de simpatías ideológicas. Es una obligación profesional reconocida en instrumentos internacionales como los Principios Básicos sobre la Independencia de la Judicatura (ONU, 1985), los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial (2002) y las observaciones generales de la Relatoría Especial sobre la independencia de magistrados y abogados. También emana del propio texto constitucional y del principio de supremacía de los derechos humanos consagrado en tratados internacionales que, conforme al artículo 1º de la Constitución mexicana, deben guiar toda actuación del Estado, incluidos los poderes reformadores de la Ley Fundamental.

Reformas que subordinan, sorteos que humillan

Cuando se plantea una reforma judicial que, en lugar de fortalecer la carrera judicial, la profesionalización y la paridad de género, propone suprimirlos a través de mecanismos como la elección por voto popular o tómbolas partidistas, no estamos frente a una simple transformación institucional: estamos ante una regresión en derechos.

Despojar de estabilidad, experiencia y formación técnica a quienes integran el Poder Judicial no sólo desprecia décadas de evolución institucional. Implica también someter la impartición de justicia a intereses coyunturales, ideológicos o partidistas, así como debilitar la capacidad de resistencia frente a abusos de poder.

En este contexto, guardar silencio puede ser una forma de complicidad. La defensa de la independencia judicial no requiere confrontación, pero sí firmeza. No se trata de oponerse por sistema a toda iniciativa de reforma, sino de analizar, advertir y —cuando corresponda— alzar la voz para preservar lo que no debe ser negociado: la función judicial como contrapeso del poder.

No es privilegio, es garantía

Es común, en los discursos que buscan desprestigiar al Poder Judicial, apelar a la narrativa de los “privilegios”. Pero esa visión oculta una verdad más profunda: la garantía de que las personas juzgadoras tengan estabilidad, condiciones laborales dignas y autonomía funcional no es un privilegio personal. Por el contrario, es un mecanismo estructural que permite que los ciudadanos encuentren juzgadoras y juzgadores valientes, imparciales y técnicamente preparados, incluso cuando el poder político, económico o mediático les presiona.

Por eso, el verdadero compromiso de una persona juzgadora con la justicia no se limita a dictar sentencias conforme a derecho. Incluye también la obligación de denunciar, documentar y resistir —por vías institucionales, jurídicas y éticas— cualquier intento de vulnerar la independencia judicial. Incluso si ese intento se disfraza de reforma constitucional.

En la independencia judicial descansa la imparcialidad de las personas juzgadoras, componente indispensable del debido proceso y el acceso a la justicia; sin el cual, no es posible su existencia, ni la garantía de todos los derechos humanos.

Un llamado a la responsabilidad

Hoy más que nunca, la defensa de la independencia judicial requiere unidad, integridad y conciencia histórica. No es una causa gremial, es una causa pública. Es responsabilidad de las personas juzgadoras, sí, pero también del periodismo libre, de la academia crítica, de las organizaciones de la sociedad civil y de la ciudadanía que exige justicia sin manipulaciones.

Porque cuando las y los jueces callan ante la amenaza, el derecho deja de ser escudo y se convierte en ornamento. Y cuando el derecho se doblega, la democracia se debilita.

Magistrada de Circuito

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