El mundo va saliendo de la epidemia del Covid de manera muy desigual. Mientras en algunos países la vacunación ha avanzado mucho, en otros apenas se ha inoculado a una pequeña parte de la población. Debido a esto, variantes más agresivas del virus han provocado nuevas oleadas de contagios, como en la India.
En México ya prácticamente no se habla de los estragos de la epidemia y, aparentemente, el gobierno cantará victoria próximamente. Por enésima ocasión, habría que mencionar, ya que desde junio de 2020 se ha anunciado al menos 20 veces que por fin se vislumbra la “luz al final del túnel”. Pero veamos cuál ha sido el costo en vidas humanas.
Al final de cuentas, la “vacuna mexicana” resultó ser el contagio con el virus y no aquella que se quiere licenciar de un laboratorio en Nueva York para producirla en Jalisco . Los datos de la misma Secretaría de Salud apuntan a que más de la mitad de los mexicanos se enfermaron de Covid en 2020 y 2021, muchos de ellos sin experimentar síntomas. Eso lo ha reconocido públicamente hasta el siempre contento subsecretario de Salud. Todos esos contagiados han desarrollado anticuerpos que no los protegerán indefinidamente, pero sí por quizás ocho o más meses. El “costo de desarrollo”, por decirlo así, de la vacuna-contagio fue la pérdida en vidas humanas que, de acuerdo a los datos de exceso de mortalidad en México, alcanzaba las 466 mil personas hasta la semana 14 (principios de abril). Para fines de mayo estamos hablando ya de más de medio millón de decesos sobre lo esperado, con relación a 2018 y 2019.
La gestión de la epidemia fue un desastre, por donde se le vea. El mismo hecho de maquillar las cifras, reconociendo solamente 222 mil defunciones “oficiales”, hasta el 27 de mayo, indica que estos “otros datos” tienen un fin político, es decir, cementar el discurso de que en México desde que comenzó el sexenio todo es una maravilla, especialmente en el sistema de salud. Nuestro refulgente subsecretario llegó a hablar de 60 mil muertos por la epidemia como del “escenario catastrófico” (que obviamente no se daría). Pero resulta que al final del túnel llegamos a casi nueve veces aquel número de decesos que en 2020 a López-Gatell se le antojaba desastroso.
Habría que comparar con otros países para darnos cuenta de cómo intervenciones oportunas lograron reducir el número de víctimas de manera drástica. El mejor ejemplo de éxito son ciudades o países asiáticos, como Japón, Taiwán o Hong Kong . En Japón tenemos la paradoja, incluso, de que durante la epidemia han muerto menos personas que en un año normal. En aquel país hay una costumbre de solidaridad social muy arraigada: los enfermos de gripe se ponen una mascarilla para no contagiar al prójimo. Por eso cuando brotó la epidemia todo el mundo se puso las mascarillas. Muy pocos se contagiaron por Covid o por otras enfermedades, como la influenza. Mientras tanto, en México el autocomplaciente subsecretario todavía estaba diciendo en julio que las mascarillas no eran útiles para detener los contagios, ya en el quinto mes de la epidemia. Desde el Ejecutivo hasta funcionarios de más bajo nivel, el no usar la mascarilla era casi como un alarde cotidiano de machismo. Igual que Trump.
Los datos lo muestran: los gobiernos con los peores resultados de salud son los que privilegiaron el desempeño económico sin importar el costo en vidas. Ahora sabemos que el gobierno conservador de Gran Bretaña al principio siguió ese camino. Boris Johnson prefería que la mayor parte de la población se contagiara para alcanzar así la inmunidad de rebaño. Tuvo que dar un viraje radical cuando la tasa de mortalidad no resultó ser tan baja como creía, a pesar de lo que le habían advertido los expertos en salud. Gran Bretaña , a la larga, tuvo más muertes por millón de habitantes que Francia , España o Alemania , y el costo económico fue también mayor.
En México nunca se dijo explícitamente, pero en los hechos se siguió la misma estrategia. En el país nunca hay tiempo para nada, todo se mide en periodos de seis años. Hasta la fundación de Tenochtitlán hay que adelantarla para que quepa en el sexenio. La epopeya transformacional en curso no podía detenerse en 2020 por un simple virus. De ahí que la recomendación a la población fuera seguirse abrazando y no ponerse el cubrebocas, cuando ya en Asia todos se lo habían puesto. Dentro de esta estrategia implícita jugaba también un papel importante el minimizar el número de pruebas de Covid. Si no los buscamos, no los encontramos. Si no los encontramos, no existen. A muchos que trataron de ser admitidos en un hospital se les envió a casa, hasta que se pusieran graves. Así les ocurrió a muchas personas, que acabaron falleciendo en sus hogares, o en el automóvil que los llevaba al hospital.
En Alemania, el número de fallecidos por Covid, hasta el 27 de mayo, ha sido de 87 mil personas. Eso representa el 8.5% de la mortalidad anual del país. En México, los 466 mil fallecidos en exceso, a partir de la semana 18 de 2020 y hasta la semana 14 de 2021, representan el 67% de las muertes en un periodo normal con todas esas semanas.
Considérense los números: en Alemania murieron 8.5% de personas por encima de lo esperado en el periodo. En México murió el 67% de más. Y, sin embargo, en Alemania estos resultados se consideran como un fracaso de la política de gestión de la epidemia. Ya el 42% de la población alemana ha recibido por lo menos la primera vacuna y la curva de contagios va cayendo vertiginosamente. Pero en las próximas elecciones en el otoño todo parece indicar que los partidos gobernantes sufrirán grandes pérdidas de votos y el partido ecologista se perfila como el ganador de las elecciones.
¿Cómo es posible que lo que en un país se considera un fracaso, con sólo 8.5% de exceso de decesos, en otro, con un 67% de exceso, se presente como un gran éxito de políticos patriotas y visionarios?
Yo diría que la diferencia es un problema ético y la indiferencia que ya alcanzamos en México respecto a la muerte cotidiana de decenas de compatriotas. En 2020 hubo en México más de 35 mil asesinatos. En 2019 la cifra fue muy similar. Cada día son asesinadas 97 personas, entre ellas 10 mujeres y tres menores de edad. Pero ya nos acostumbramos a cifras de violencia que son casi de guerra civil. Ya ni llaman la atención. En las campañas electorales en curso ya han asesinado a decenas de candidatos. Sin embargo, para nuestros gobernantes México es un ejemplo de un éxito fenomenal. El medio millón de víctimas de la epidemia es un “costo” que la épica transformación en marcha tiene que asumir (y rápidamente olvidar). Borrón y cuenta nueva, como sucede después de cualquier conflagración, incendio o “incidente” como los del Metro de la CDMX . Con 10 mil pesos para el sepelio o una beca para un familiar, todo se arregla.
En países asiáticos y europeos un número tal de muertes sería simplemente inaceptable. No sé si sea el efecto de la ética budista, confuciana o luterana, pero una indiferencia y falta de empatía con los fallecidos como la que hay aquí es algo que en cualquiera de esos países derrumbaría al gobierno de inmediato. En México no sólo no les da vergüenza, hasta piden que los ovacionen o que les den la medalla del Senado . Han manejado el proceso de vacunación de acuerdo a criterios políticos y dejaron desprotegidos mucho tiempo a los médicos del sistema de salud pública. A los médicos privados les negaron la vacunación prioritaria. Ni los oyen ni los ven.
En el mundo imaginario de la 4T, donde todo es maravilloso y cualquier traspiés es un “complot” de los golpistas, intelectuales orgánicos, neoliberales , agentes extranjeros y facinerosos varios, todos esos muertos cayeron por la “causa”, que en este caso es sólo el engrandecimiento narcisista de un autócrata obsesionado con restaurar el pasado. Y por más que se hable de la “economía moral”, todo lo que aquí sucedió, en aras de no afectar los planes económicos, ha sido profundamente inmoral.
Matemático de la Universidad Libre de Berlín.