Una vez que concluya el mandato del actual presidente, su herencia institucional más trascendental habrá sido, no una refinería ni un trenecito, sino la demolición sistemática de avances fundamentales en el terreno de la conciencia cívica en México. Se trata logros que habían sido arrancados al sistema político “realmente existente” a lo largo de las postrimerías del siglo XX y los albores del XXI. Su pérdida significa un retroceso inconcebible, que solo podremos subsanar a lo largo de muchos años. A veces, destruir la labor de décadas requiere de un solo instante, de una sola votación de incondicionales en las Cámaras, quienes irresponsablemente han arrojado a la hoguera los derechos ciudadanos.
En el México de los setenta un solo partido, el PRI, ganaba la presidencia en las elecciones junto con todas las gubernaturas, casi todas las alcaldías y todos los diputados de distrito, amén de todos los senadores. Teníamos prácticamente una dictadura de partido único que nada le envidiaba a los partidos gobernantes de la Europa oriental, excepto que aquí éramos y somos capitalistas.
El autoritarismo político es una añeja tradición mexicana. Para empezar, fuimos hasta 1810 una colonia del imperio español, el que nunca se distinguió por fomentar la legalidad administrativa. Durante la colonia nos acostumbramos al derecho del más fuerte y a vivir como súbditos de los conquistadores y del cacique más cercano. Más tarde, la independencia no se tradujo de inmediato en un sistema político democrático. Leemos y releemos en la historia de México como se sucedían un presidente tras otro, durante décadas de guerra civil, con asonadas y revueltas. Para elegir al presidente no había elecciones directas, sino indirectas, con electores seleccionados en elecciones primarias (de acuerdo con la Constitución de 1857). En cada distrito electoral los gobernadores o “jefes políticos” nombraban empadronadores que registraban solo a aquellos con “derecho a voto”. En un país con más de ocho millones de habitantes, menos de 10 mil habitantes votaban. Benito Juárez, por ejemplo, ganó las elecciones de 1861 con 5289 votos (el 55% del total). Se reeligió en 1867 con 7422 votos. En 1910 Porfirio Díaz se reeligió con 18,625 votos, el 98.96% del total. Incluso Madero, que ganó las elecciones de 1911, después de la renuncia de Porfirio Díaz, recibió solo 19,997 votos (pero 99.27% del total). Son resultados porcentuales que el mundo solo ha visto asociados a dictaduras totalitarias. Paradójicamente, las primeras elecciones supuestamente directas en la historia de México las organizó el usurpador Victoriano Huerta, en 1913. Triunfó rotundamente, para sorpresa de nadie, ya que los militares organizaron las elecciones y decidieron quién sí podía votar o no.
Vemos pues, que el resultado del proceso postindependencia fue el surgimiento de toda una casta política que llegaba a los puestos públicos a través de asonadas y de alianzas regionales y nacionales. Era una verdadera “mafia en el poder” que solo la Revolución Mexicana pudo desplazar, para instaurar la nueva élite de la familia revolucionaria, llamada posteriormente el PRI, a través de sus diversas reencarnaciones.
Ya con la nueva Constitución de 1917 se llamó otra vez a elecciones para elegir presidente, pero con un solo candidato en campaña, Venustiano Carranza. Claro que ganó el Barón de Cuatro Ciénegas, casi con 800 mil votos, el 97.18% del total de votos emitidos. Se sucedieron nuevas revueltas y el asesinato de Carranza. Para las elecciones de 1920 había otra vez prácticamente un solo candidato, Álvaro Obregón, quien ganó con 95.8% de los votos (ya más de un millón en total). Plutarco Elías Calles sucedió a Obregón (ganando las elecciones de 1924 con 84.15% de los votos), pero de 1928 a 1934 hay tres presidentes, de a dos años cada uno, debido al asesinato de Obregón en 1928.
Las elecciones extraordinarias de 1929 las ganó Pascual Ortiz Rubio, con el “mayor fraude político de la historia mexicana” (obtuvo el 93.5% de los votos). Cómo ya se había iniciado el “Maximato” de Calles, renunció en 1932. Fue hasta 1934 que en México se pudo tener elecciones cada seis años, sin asesinatos ni renuncias. O sea que apenas tenemos 90 años con elecciones regulares, cada seis años.
¡Ah!, pero que elecciones tan contundentes: 1934 Cárdenas (98.19% de los votos), 1940 Ávila Camacho (93.9%), 1946 Miguel Alemán (77.87%), 1952 Ruiz Cortines (74.3%), 1958 López Mateos (90.5%), 1964 Díaz Ordaz (88.8%), 1970 Echeverría (84.3%), 1976 López Portillo (93.5%), 1982 Miguel de la Madrid (71%).
Las elecciones de 1982 ocurrieron ya bajo los auspicios de la reforma política, que le permitió participar en las elecciones a nuevos partidos de oposición, como el PSUM, el PRT, o el PST. A pesar de que la votación por Miguel de la Madrid representó un mínimo histórico para el PRI, en la Cámara de Diputados el partido de Estado aún gano 298 de 300 distritos. Seguía siendo la época del carro completo. Para todo esto, el Sr. López Obrador era miembro del PRI desde mediados de los setenta y hasta las elecciones de 1988, cuando decidió apoyar a Cuauhtémoc Cárdenas contra Salinas de Gortari. Es decir, AMLO era militante del partido gobernante durante la época en que se luchó por la reforma política, de 1976 a 1988. El el PRI aprendió el oficio político y la nostalgia por el carro completo. No jugó papel alguno en oposición, aunque después usufructuó sus logros.
Las Reformas Políticas
Durante de la década de los setenta comenzó a ser obvio que el sistema político mexicano, en los hechos unipartidista, caminaba hacia una crisis de gran envergadura. Con la reforma política de 1977 se posibilitó el registro condicional de nuevos partidos y además se introdujeron los diputados de representación proporcional (cien diputados plurinominales y trescientos distritos electorales para diputados electos por mayoría simple). La Comisión Federal Electoral, aunque presidida por el secretario de Gobernación, pasó a tener un buen número de representantes de los partidos.
Después de 1988, con la controvertida elección en la que a Bartlett “se le cayó” el sistema de cómputo de la Secretaría de Gobernación, se logró crear un árbitro electoral con un poco de más autonomía, el Instituto Federal Electoral (IFE). Para las elecciones de 1991 se introdujeron las credenciales de identidad y ya para 1996 el IFE se convirtió en el Instituto Nacional Electoral
(INE), un órgano autónomo, con un presidente y consejeros electo de acuerdo con un reglamento plural. Además, se fueron creando los institutos electorales en los estados, para replicar a nivel de las entidades la reforma política nacional. En las elecciones intermedias de 1997 ya se tuvo a tres partidos competitivos electoralmente: el PRI con 38% de los votos, el PAN con 25.9% y el PRD con 25%. El PRI perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados y esto fue el preludio para las elecciones de 2000, en donde el PAN ganó la Presidencia de la República.
La creación del INE, como hoy lo conocemos, es por eso fruto de un proceso que se inició en 1973 y culminó en 1997, con las primeras elecciones realmente democráticas en toda la historia de México. Fueron 24 años de arrancarle concesión tras concesión al gobierno, hasta crear el INE y los tribunales electorales especializados, para sepultar al sistema donde el mismo gobierno calificaba las elecciones de válidas o no.
En este sexenio se ha tratado de debilitar al INE y de coparlo con incondicionales de todas las maneras posibles. Se dice que es caro, pero se oculta que el INE cumple dos funciones simultáneamente: registra a todos los ciudadanos y emite credenciales de identidad que se han convertido en la base no solo (a) de las elecciones, sino también (b) de la vida económica del país. Su contribución al desarrollo democrático y económico ha sido invaluable. El presupuesto del INE se recupera, con creces, con todo lo que aporta para regular transacciones comerciales y el tránsito de personas en México. En otros países las cartillas de identidad las emite el gobierno (como se hace con los pasaportes). Pero décadas de fraude electoral y de abusos en México hicieron deseable y necesario que un órgano autónomo asumiera esta labor.
Ya que en 2022 y 2023 este gobierno no pudo desmantelar al INE, se han utilizado los planes B y C y D, etc., que consisten en disminuirle arbitrariamente el presupuesto para ahogarlo. La intención es devolver todo lo electoral y la calificación de las elecciones al gobierno, como se hizo evidente con la propuesta para introducir en México el voto por computadoras de los mexicanos en el exterior. Se pretendía que fuera el gobierno, al margen del INE, quien organizaría esa votación de potencialmente millones de connacionales. También por eso se debilita a los tribunales electorales o se instala a incondicionales en ellos.
Ese sería el primer paso para eventualmente devolverle el control de las elecciones a los gobernantes y convertir al INE en un cascarón electoral.
Conciencia ciudadana
Pero el gran problema de México no es solo lograr organizar elecciones democráticas. El verdadero problema es convertir a México en un genuino estado de derecho. Ya en la reseña previa había destacado como durante casi toda la historia de México, o bien caudillos militares se han apropiado del poder político, o bien, durante el siglo XX, ganaron elecciones de dudosa legitimidad. Eso no sería posible en países donde el “respeto al derecho ajeno” es parte sustantiva de la mentalidad cívica. Las repúblicas europeas y la norteamericana surgieron de revueltas contra la nobleza, o son el resultado de guerras de independencia, pero supieron imponer paulatinamente un estado en el que se respetan y protege a los derechos individuales. En México todavía rigió hasta inicios del siglo XX la fuerza del caudillo o warlord más fuerte.
Después de la revolución se sentaron las bases de un estado constitucional, pero de uno con grandes deficiencias y en el que la letra de la Constitución muchas veces parece muerta.
En la clasificación llamada “Índice de Estado de Derecho”, elaborada por el Proyecto Mundial de Justicia, México ocupa el lugar 116 entre 142 naciones. Eso es ya de por sí preocupante, pero en cuanto a justicia civil México ocupa el lugar 131, en justicia criminal el lugar 132, y en cuanto a ausencia de corrupción el lugar 136. Solo Bolivia, Haití, Camboya y tres naciones africanas son más corruptas. Bueno, hasta Venezuela está ligeramente por arriba de México.
A nadie le debe sorprender el lugar que ocupa nuestro país. Todos los días nos enteramos de algún escándalo que involucra a prominentes actores del régimen presente y de los anteriores. Y no pasa nada. Las autoridades responsables no actúan contra ninguno de los señalados, excepto cuando son enemigos del presidente. Solo en un país como México el fiscal de la Procuraduría Federal puede pedir orden de aprehensión por “delincuencia organizada” contra 30 científicos inocentes y pedir que se les encarcele en un penal de alta seguridad. Aunque se haya frustrado esa venganza de Gertz Manero, ese es solo un ejemplo de la impunidad con la que opera.
En México, importantes instituciones creadas precisamente para fortalecer el estado de derecho han sido corrompidas. La Unidad de Inteligencia Financiera investiga opositores al régimen y a ciertos políticos. No lo hacen para detectar crímenes sino para armar los expedientes necesarios para enviar a un gobernador de otro partido al exilio dorado de las embajadas, a cambio de que le entregue la entidad a Morena. La PGR actúa de manera completamente facciosa, como en el caso de los científicos mencionados, o para dirimir pleitos personales. Solo en México se puede poner a un verdadero delincuente a cargo de la PGR.
¿Y como puede avanzar la conciencia ciudadana si aparte de las tropelías de los políticos la población está sujeta a la extorsión de bandas criminales? El problema número uno de México es la falta de seguridad pública y el hecho de que los carteles del narcotráfico controlen ya una parte significativa del territorio nacional, además de que el sexenio vaya a terminar con 200,000 personas asesinadas. Esa es la denuncia más grave contra un régimen que decidió privilegiar los abrazos a los delincuentes por encima de la aplicación de la ley. Pareciera que lo único que le queda al ciudadano común y corriente es liarse a balazos con los delincuentes, como ha ocurrido ya en varias regiones del país.
En México la conciencia ciudadana no se desarrolla, al contrario, involuciona, porque además el actual régimen encontró la solución al dilema que se planteaba el presidente Salinas de Gortari en su tesis doctoral. Salinas explora en ese escrito como lograr que la inversión estatal se traduzca en apoyo proporcional al régimen, es decir, como invertir fondos públicos para obtener réditos políticos. De esa tesis surgió directamente el programa y la Secretaría de Solidaridad. Y es que en México lo que hoy sueña un presidente, es mañana ya programa público, sin reservas ni cortapisas.
Pero la solución de López Obrador es más sencilla y efectiva, aunque inmoral: todo lo que sea programa social institucional es destruido sin miramientos, para con lo supuestamente ahorrado
hacer llegar montos de dinero a la población. Claro que con tarjetas que los incondicionales llamados “siervos de la nación” ligan directamente al régimen y al presidente. Es la compra descarada de votos a través del presupuesto público.
Como parte del proceso de destrucción se eliminó el Seguro Popular y se creó el Insabi, que supuestamente iba a proporcionar salud como en Dinamarca. El Insabi fracasó apenas después de dos años. El Seguro Social y el ISSTE no tienen medicamentos y quien requiere una cirugía debe comprar todos los insumos por su cuenta. Lo sabe toda la población, pero no hay protestas públicas. Las vacunas contra el Covid fueron administradas casi bajo un régimen de seguridad nacional, y solo hasta que era ya imposible seguir deteniéndolas, se autorizó su aplicación a través del sistema de farmacias. Los presupuestos para infraestructura de las escuelas se les entregan ahora a dudosas sociedades de padres de familia, en las cuales, de cada dos pesos uno se pierde.
Es decir, en lugar de derechos sociales e infraestructura pública lo que hay ahora son tarjetas y dádivas, siempre del “Bienestar”, directamente conectadas al régimen. El número de pobres ha aumentado durante este sexenio porque todo lo anulado no ha podido ser compensado con las tarjetitas y becas varias. El gasto privado en salud de los mexicanos ha llegado a porcentajes record del salario. Y lo único que se le ocurre al ejecutivo es una megafarmacia, donde estarán “todas las medicinas del mundo”. Además, usted no se preocupe, le llegarán directamente a su hogar.
Son pocos ejemplos, pero revelan lo sustancial del método, que es aniquilar el pensamiento crítico y crear un pueblo a la medida de un régimen autoritario. Se trata de criar esclavos que además besan la mano del amo. No es casual que en este sexenio se haya agredido a la ciencia y a los científicos. Dudar o sopesar argumentos no es importante, solo la “lealtad” lo es. No es casual tampoco que se hayan aniquilado los libros de texto gratuitos para convertirlos en panfletos para producir activistas y no ciudadanos libres. Los niños de hoy ya no aprenden matemáticas con el libro respectivo, ni historia, ni ciencias naturales. Aprenden a convertirse en asambleístas, mientras que sus pares en las escuelas privadas los rebasan hoy en conocimientos y mañana en oportunidades.
Conclusión
Se le ha atribuido al filósofo Joseph de Maistre la frase “cada país tiene el gobierno que se merece”. La ausencia de conciencia ciudadana nos ha condenado a tener los gobiernos que hemos tenido. De 1810 hasta 1997 nunca hubo en México elecciones democráticas, sino solo simulacros de interpretación de la “voluntad popular”. Ahora parece que 1997-2024 habrá sido solo un intermezzo entre los gobiernos autoritarios del PRI del ayer y ahora los de Morena. Pero con un nuevo ingrediente: la militarización de la vida pública. Ya nos parecemos a los países del cono Sur durante la aciaga década de los setenta. Al bajar de un avión nos reciben los militares, al cruzar una aduana también, en las calles patrulla un cuerpo paramilitar, la Guardia Nacional. En los cuarteles del país ya se pintan las citas y dichos del presidente en las paredes, como se hizo en China durante la Revolución Cultural (y de ahí salió el libro rojo de Mao).
El ejemplo más notable de como a los mexicanos se les trata como infantes y no como a ciudadanos libres son las famosas conferencias mañaneras, un ejercicio de estupidización masiva de la población. No hay otro presidente en el mundo que se dedique tres horas diarias a decir mentiras, insultar a la oposición y hacer propaganda a favor de su gobierno y sus partidarios. Ni el PRI llegó a esas alturas (o más bien bajeza). Pero es todo parte del programa que consiste en girar la rueda de la historia de la conciencia cívica de regreso a un pasado ideal donde el presidente era omnipotente y no había elecciones verdaderas. Se abona el terreno para ya no dejar nunca el poder y convertir en realidad la distopia autoritaria de Orwell.
No hay salida fácil a esta situación. Por eso decía al principio que el peor pecado y herencia de este régimen habrá sido detener y subvertir el proceso histórico por el que los mexicanos habían ido paulatinamente ganando conciencia ciudadana. Nos hemos convertido en un país de “beneficiarios sociales”, más pobres que antes, pero más agradecidos que nunca con los opresores. No otra cosa son aquellos que gobiernan escudados en la mentira y sumidos en la más abyecta corrupción, mientras que con dedo flamígero apuntan a gobiernos pasados y eluden cualquier responsabilidad de sus actos.
Va a costar mucho trabajo, mucho esfuerzo y muchos años retomar el camino de toma de consciencia de la ciudadanía. Hoy, la utopía de las grandes alamedas por donde transite el hombre libre pareciera estar más lejos que nunca.