Al anunciar vía Twitter la salida de Alfonso Romo de la coordinación de la Oficina de la Presidencia, AMLO dijo que ambos acordaron que solo estaría dos años como funcionario público. También explicó que fue por tratarse de él, por su amistad, que el empresario aceptó el nombramiento por un plazo que se cumplió ayer. Y aseguró que más allá del cargo, Romo continuará con el encargo de ser su enlace con el sector privado.

Tal fue el dicho del Presidente en términos de lo políticamente correcto. Falta, para aceptarlo como verdad, que Romo lo corrobore. Acaso lo haga, también como expresión de lo políticamente correcto y se guarde, en atención a esa amistad que parece ser real, las razones de fondo, que sin duda las hay, de su salida del primer círculo de colaboradores del gobierno de López Obrador .

Lo irrefutable es que se trata de una baja más en el gabinete. Todas, y está más por la cercanía, evidencian tensiones y/o enfrentamientos con otros políticos y desacuerdos con el proyecto mismo de gobierno.

Lo primero remite a intrigas y pugnas palaciegas. Romo ya había salido airoso de las que sostuvo y terminaron con las renuncias del exsecretario de Hacienda, Carlos Urzúa , y del exsecretario del Medio Ambiente, Víctor Toledo . Parece que ahora le tocó perder con la que mantuvo durante los últimos meses con el consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer , y su aliado político el canciller Marcelo Ebrard.

Scherer era ya un valladar para que Romo operara como lo que pretendió ser: el coordinador de la Oficina de la Presidencia. El empresario ya dejaba notar su incomodidad porque se le bloqueaba, se le impedía ser el interlocutor del presidente y los funcionarios del gabinete. Éstos llegaban al despacho presidencial vía Scherer o de plano directamente.

Por otro lado, su función de enlace con los empresarios se fue mermando poco a poco hasta casi quedar anulada. Los reveses empezaron desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco (cuando él les había asegurado que el proyecto continuaría), siguieron con la permanente posposición de proyectos de inversión privada en energía, ya acordados o planeados, que lo enfrentaron con la secretaria del ramo, Rocío Nahle, el director de la CFE, Manuel Bartlett, y el director de Pemex, Octavio Romero; y durante los últimos días se agudizaron con la aparentemente irrevocable decisión de limitar o de plano cancelar la subcontratación (outsourcing).

Alfonso Romo lamentaba en corto que el Presidente ya no lo escuchara, y esa frustración la reflejaba en posicionamientos públicos, como el del pasado 19 de noviembre ante el Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas en el que entre otras cosas dijo que “no podemos manejar un país que está decreciendo alrededor de 9% como si estuviéramos creciendo al 9%”, “la esperanza para salir de la crisis es la inversión privada” y “solo con certidumbre podemos poner al capital privado y a los ahorros a trabajar para crear riqueza y contrarrestar el impacto del Covid19”. Ideas que evidencian desacuerdos con el proyecto del gobierno.

Romo, por lo demás, no dejó de aprovechar la posición de poder que tuvo en algún momento, para apuntalar ciertos intereses particulares. Cito tres: el de la empresa Enerall que obtuvo concesiones para explotar acuíferos de uso agrícola en la península de Yucatán, su presunta participación en el programa de reforestación “Sembrando Vida” y sus negocios con trasnacionales de alimentos transgénicos.

Quien sea nombrado en su lugar (algunos señalan Lázaro Cárdenas Batel, hoy jefe de asesores de AMLO), deberá entender que el Presidente no suele escuchar a nadie. Su proyecto avanza y sacude al país. Enfrenta el tiradero dejado por los gobiernos priistas y panistas. Asumimos que en su larguísima campaña política de 18 años se preparó para hacerlo. Hoy vemos que lo hace como si hubiéramos vuelto al país de un solo hombre. ¿Lo conseguirá así? Ojalá, por el bien de todos.

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