En una entrevista reciente con León Krauze, el escritor David Rieff comentaba que ya se cansó de la pobreza imaginativa y analítica de quienes comparan a Trump con Hitler. “Es una falta de imaginación que no sirve para entender lo que estamos viviendo… Es demasiado fácil suponer que él es Hitler y Putin es Stalin” señaló. Con estas analogías demostramos nuestra falta de imaginación conceptual y conocimiento duro para entender lo que estamos viviendo, dice este autor. Al recurrir a comparaciones tan simples, perdemos de vista las diferencias y los distintos peligros propios de nuestra circunstancia actual, afirma Rief. Creo que tiene mucha razón. Para empezar porque si uno imagina que Trump es Hitler, no hay estrategia diplomática moralmente aceptable para llevar la relación con él. “Apaciguamiento” se quejan los críticos incapaces de articular una propuesta. “A los tiranos, hay que combatirlos, no apaciguarlos” reclaman ensoberbecidos quienes no tienen la responsabilidad pública de tratarlo. No obstante, los gobernantes del mundo en la actualidad están obligados a lidiar con Trump, que ni es Hitler, ni Estados Unidos es la Alemania nazi. Si así fuera, todos sus opositores estarían muertos o en vías de ser ejecutados. La primera vez que Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos, le pregunté al experimentadísimo político y diplomático Santiago Oñate cuál debía ser la estrategia mexicana para lidiar con Trump. “Fíjate en lo que está haciendo Shinzo Abe, el primer ministro de Japón” me aconsejó con sagacidad. Recuerdo más o menos de memoria nuestra conversación. “Los mexicanos nos debatimos entre extremos estériles: rechazo total o sumisión incondicional. ¿Qué hay de la seducción política y diplomática, la adulación inteligente empleada por el gobernante japonés? Observa cómo lo primero que hizo Shinzo Abe al ganar Trump fue aprender a jugar golf, comprar unos palos de lujo y llevárselos de obsequio al futuro inquilino de la Casa Blanca.” En efecto, a sabiendas de que la economía japonesa, su industria automotriz y su defensa militar dependen del apoyo estadounidense, el entonces primer ministro japonés se dedicó a cortejarlo y ganarse personalmente su confianza. Abe anunció inmediatamente un aumento del presupuesto de defensa japonés para que Trump no pudiera quejarse de que los nipones no hacían suficiente por su propia defensa. Posteriormente lo invitó a jugar golf en un exclusivo campo japonés y le preparó las mejores hamburguesas posibles, la comida predilecta de Trump. Cuando Trump llegó a Japón, Abe bautizó el trofeo de un torneo de sumo (el arte marcial) con su nombre y lo invitó a conocer antes que nadie al nuevo emperador del Japón. A raíz del consejo de Oñate, el personaje de Abe me resultó tan fascinante que años después compré su biografía The Iconoclast: Shinzo Abe and The New Japan de Tobias Harris, libro que recomiendo muy encarecidamente. Ahí descubrí que, si bien Abe venía de una de las familias políticas más distinguidas y antiguas del Japón, y se había criado en el nacionalismo antiamericano (hijo del resentimiento de haber sufrido el ataque de dos bombas atómicas estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial), durante sus estudios descubrió que los norteamericanos eran esenciales para la seguridad nacional de Japón ante China y Corea del Norte. Así que se fue a vivir a Estados Unidos para conocer sus costumbres. Se equivocan quienes, carentes de todo realismo exigen que no hagamos ninguna concesión a Trump, pero yerran también quienes suponen que con la entrega de unos cuantos narcos vamos a ganarnos su buena voluntad. El referente internacional ahí está para quien desee revisarlo. Poco después del asesinato de Shinzo Abe, Donald Trump, ya fuera del poder, manifestó “pocas personas saben lo gran hombre y líder que fue Shinzo Abe, pero la historia les enseñará y será amable… fue un unificador como ningún otro, pero, sobre todo, fue un hombre que amó y valoró a su magnífico país, Japón.”