Es difícil recordar instituciones políticas que hayan sobrevivido a la Revolución Francesa, la revolución bolchevique, las dos guerras mundiales, el fin de la guerra fría y la destrucción del orden liberal internacional en nuestros días. Solamente se me ocurren dos: la monarquía británica y la Iglesia Católica. Habrá quién diga que la masonería y otras sociedades secretas también, pero como yo no formo parte de ninguna de ellas, no tengo información para escribir sobre eso. Lo importante es que, a raíz del fallecimiento del Papa Francisco, todo el mundo está comentando su legado y especulando sobre su sucesor. Me parece que ese tema coyuntural no debiera ser el principal asunto en medio de la reconfiguración del orden mundial que estamos viviendo. La revolución populista por llamarle de alguna manera, y la consiguiente irrupción de las democracias iliberales, no han dejado títere con cabeza. Arremetieron y en algunos casos desmantelaron por completo las instituciones de la democracia liberal lo mismo a nivel internacional que nacional. Los medios de comunicación tradicionales, el poder judicial, las universidades, los intelectuales, los empresarios y capitanes de la industria, el poder legislativo, la opinión pública, los organismos financieros, las autoridades supranacionales y los órganos multilaterales, los expertos y técnicos especializados, en suma, todas las fuentes de autoridad tradicional en la democracia liberal están mortalmente erosionadas en su credibilidad esencial. La única institución antigua contra la que el populismo no ha arremetido (todavía) en forma directa es la Iglesia católica. Bien es verdad que Donald Trump tuvo roces con el Papa Francisco durante su primer mandato, y que Javier Milei descalificó al Papa recién fallecido en más de una ocasión, pero la Iglesia o el Vaticano no han sido blanco de los ataques de quienes gobiernan el planeta hoy. Habría que preguntarse porqué. Da la impresión de que la Iglesia católica junto con otros grupos religiosos, sí forma parte del diseño que tienen en mente los arquitectos del nuevo orden mundial populista.
La pregunta entonces es si la Iglesia se acomodará cautelosa pero firmemente al nuevo orden, o si lo cuestionará para tratar de reivindicar cuando menos algunos aspectos del anterior. En los inicios del orden liberal, la Iglesia se caracterizó por su férrea oposición a éste, pero con el paso del tiempo se aclimató e incluso se benefició del mismo. La dirección que asuma la política exterior del Estado Vaticano definirá los contornos del planeta en el cual vivirán nuestros hijos. Por ejemplo, ¿Las encíclicas papales del futuro respaldarán tácitamente los aranceles como instrumento económico o los pondrán en tela de juicio y defenderán el libre comercio? Hoy no está claro. Lo único que podemos asegurar es que la Iglesia sobrevivirá a este profundo cambio histórico que nos ha tocado experimentar generacionalmente, como ha sobrevivido a las grandes revoluciones del pasado, hoy completamente olvidadas o desacreditadas.
En busca de orientación, releo el capítulo 15 de Decline and Fall of the Roman Empire de Edward Gibbon, sobre los orígenes de la Iglesia. Se titula “Progress of The Christian Religion”. Me topo con algunas sorpresas fascinantes. El cristianismo empezó su período de crecimiento real a partir de que fue notorio el inicio de la decadencia de las instituciones del Imperio Romano. Pareciera como si ante la incertidumbre política y financiera a la que dio lugar la caída del viejo orden mundial, la gente se refugió en la fe. Lo interesante es que no se trataba de las creencias religiosas convencionales del imperio, sino una fe relativamente nueva y monoteísta. No obstante, lo verdaderamente revolucionario eran sus predicadores y adeptos. No venía de la autoridad de una jerarquía poderosa previamente establecida, sino en su mayor parte de masas analfabetas y miserables. Mientras las elites desfallecientes del imperio (intelectuales, políticas y económicas) se burlaban de la ignorancia y pobreza de los cristianos, éstos crecían más. Entre más ridiculizaban los poderosos a los fieles del cristianismo, con mayor denuedo impulsaban éstos últimos su nueva fe. Conforme se debilitaba la elite del antiguo régimen, el único recurso que les quedaba era minimizar y despreciar a los cristianos, quienes cada vez eran más numerosos e iban escalando posiciones de poder. El cristianismo, decían los encumbrados del viejo imperio, es una religión de pescadores, campesinos, esclavos, masas ignorantes y hasta ladrones “arrepentidos”. No había entre los cristianos originales personajes intelectualmente estimables, ni poetas ni filósofos ni historiadores, ni juristas, nada. No se puede creer en la autoridad moral de una religión intelectualmente insignificante, que recluta delincuentes y los perdona, pensaban los poderosos. ¿Dónde está la congruencia? Se preguntaba con hipocresía risible la corrupta y decadente elite imperial, según nos cuenta Gibbon. Pero la fuerza política del cristianismo residía precisamente ahí. Las masas lo veían como la alternativa de una segunda oportunidad en la vida (¿en ésta y la del más allá?), capaz de perdonar a quien cometió grandes errores y hasta volverlo poderoso en el nuevo orden. Para ellos, que el cristianismo reclutase delincuentes y desposeídos no lo hacía despreciable, sino al contrario. Me digo entonces que en el pasado hay muchas claves interpretativas del presente y que quizá, solo quizá, si nuestras elites lo hubieran estudiado un poco mejor, habrían sido capaces de salvar el liberalismo de su naufragio contemporáneo.
@avila_raudel