A lo largo de la transición democrática mexicana se han presentado figuras que detectaron los puntos débiles de la legislación electoral para lucrar indebidamente. Mediante contubernios cuestionables con el poder en turno dependiendo de la localidad, estas figuras usufructuaron los recursos públicos de partidos destinados a perder elecciones, pero lograron espacios plurinominales en los congresos locales. Las diputaciones locales plurinominales las repartieron abusivamente dependiendo de las simpatías personales de los dirigentes de los partidos. No se preocupaban por competir, sino por aparentar el papel de opositores durante las campañas electorales y una vez instalados en las legislaturas estatales apoyar al gobierno correspondiente y mantener el registro de sus partidos. El caso paradigmático durante muchos años fue el de Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre con el PRI de la Ciudad de México, pero hubo figuras similares en el PAN, el PRD y hoy en MC. No se diga en partidos como el PT o el PVEM. Los incentivos institucionales estaban alineados para aceptar candidaturas destinadas al fracaso a cambio de dinero.
De cara a la elección presidencial de 2024 sería indispensable que los partidos de oposición identificaran prontamente esos perfiles para descartarlos. Hay mucha gente que buscará candidaturas no con el objetivo de ganar elecciones, sino a fin de lucrar. Aunque suene evidente, la candidatura presidencial debería encabezarla alguien que quiera ser presidente (o presidenta) y no solamente candidato presidencial. Un candidato presidencial aún si fracasa, puede conseguir espacios directivos muy lucrativos en empresas transnacionales, convertirse en consultor o contratista. Además, también llevará mano en la designación de espacios plurinominales en el poder legislativo. Por eso es fundamental detectar figuras que no estén buscando simplemente la candidatura, en la medida que es inmensamente lucrativa, sino que realmente quieran ser presidentes de México. ¿Cómo se puede medir esto? Mediante el compromiso de seguir políticamente activos sea cual sea el resultado después de 2024. No queremos que se acobarden y dejen de representar a quienes votaron por ellos tomando la ruta fácil de irse a ganar dinero en la iniciativa privada. Tampoco queremos diputados ni senadores plurinominales que tan luego como sientan la presión del partido en el poder, inventen compromisos académicos y escojan irse a dar clases en el extranjero para no enfrentar responsabilidades. En condiciones normales, un genuino aspirante presidencial no se desanimaría ni se retiraría a la vida privada para explotar las conexiones y el dinero que hizo en campaña. Al contrario, como hizo el propio presidente López Obrador, si de verdad su máxima aspiración en la vida es encabezar el poder ejecutivo, deberían levantarse después de la derrota y volver a recorrer el país para consolidar bases de respaldo político en todo el territorio nacional. En suma, una figura que una vez pasada la elección de 2024, tenga el talento y el talante para aglutinar toda la fuerza de la oposición y consolidarse como la voz representativa del disenso político ante la nación. Después de la elección presidencial de 2018, por razones diferentes, tanto Ricardo Anaya como José Antonio Meade desaparecieron de la política activa. Esto derivó en la ausencia de liderazgos claros entre los partidos de oposición, que han perdido años sin encontrar figuras de presencia nacional para dar la cara ante el oficialismo. La población, simpatizante o no del gobierno, no reconoce de manera unánime ningún liderazgo opositor. Ese reacomodo político, de repetirse posteriormente a las elecciones de 2024, supondría un desperdicio de tiempo irrecuperable. La política es una vocación, y aunque no sea políticamente correcto decirlo, en los políticos de verdad, supone un insaciable apetito de poder inasequible al desaliento, aún en la derrota. Dije apetito de poder, no de dinero. No es lo mismo y harían bien en recordarlo.