En éste y otros espacios he argumentado que los dos sistemas autoritarios exitosos y duraderos del México independiente, el porfiriato y el PRI, sustentaron su legitimidad en su capacidad para pacificar el país. Frente a décadas de violencia que precedieron la consolidación de ambos sistemas políticos, la población estuvo dispuesta a renunciar a sus libertades políticas y elecciones competidas con tal de vivir en un país transitable y pacífico. Un país donde el comercio pudiera florecer sin necesidad de sufrir la emboscada de salteadores de caminos en las carreteras y extorsión en las ciudades. Tengo para mí que mucho del voto favorable a Morena en 2018 se explica por el hartazgo con la inseguridad y violencia que nunca pudieron combatir exitosamente los gobiernos de la llamada transición democrática. Sobre este supuesto, teóricamente, la gente habría estado dispuesta a renunciar una vez más a sus libertades políticas a cambio de la promesa obradorista de “serenar el país.” El electorado le dio manga ancha a Morena para hacer y deshacer la constitución, las instituciones y cualquier cosa que se le antojara con tal de volver a vivir en paz. No obstante, todo parece indicar que esa tolerancia se acabó. La autodenominada cuarta transformación ha establecido un régimen que erosiona las libertades políticas sin lograr imponer orden y pacificar el país. El caudillo fracasó. En el siglo XXI no funcionan las fórmulas y arreglos de centurias anteriores. El costo no lo está pagando el caudillo, sino su sucesora. La aprobación presidencial ya lleva un rato en una tendencia descendente en las encuestas serias, incluidas las del gobierno. Yo me equivoqué.
Pensé que el asesinato de Carlos Manzo y la marcha del fin de semana constituirían incidentes olvidables, que el poder los minimizaría como ha hecho con todo lo que amenaza el discurso oficial desde hace 7 años. No fue así. La reacción del gobierno y sus propagandistas más descarados en redes y prensa exhibe su frustración y desesperación ante la primera coyuntura de indignación que no han logrado canalizar a su favor. La violenta represión policíaca exhibe el rostro abiertamente autoritario del nuevo sistema. Los insultos incesantes a organizadores y participantes en la marcha más que demostrar fortaleza, evidencian miedo. Quien realmente es fuerte no necesita presumirlo. Se acabó el relato legitimador de “somos diferentes, tenemos autoridad moral.” El caudillo puso en la Secretaría de Gobernación a un hombre directamente vinculado con el líder del cartel La Barredora, y todo México se enteró. Su promesa de combatir el huachicol no nada más no se cumplió, sino que hemos visto cómo se apropiaron del negocio en el partido oficial. El nepotismo se refleja en la inexplicable riqueza de los vástagos del fundador del movimiento. La supuesta afinidad ideológica de la juventud con el régimen se puso en tela de juicio el fin de semana. Pero insisto, lo más importante es que el país sigue ardiendo. Sinaloa, Michoacán, Guerrero, Chiapas, Tabasco, Tamaulipas, todos estados fallidos donde éste y el anterior gobierno no lograron garantizar la integridad personal y patrimonial de la ciudadanía. Morena no cumplió ni cumplirá su promesa de “serenar el país”, debido a su funesta tolerancia y a menudo complicidad con la delincuencia. A diferencia de los sistemas autoritarios anteriores, fundados por militares, éste lo fundaron simpatizantes del narco. Así, todo indica que cada vez más regiones estarán controladas por la delincuencia organizada. La Secretaría de Gobernación renunció a su función principal para organizar foros sobre una reforma electoral que nadie pidió. No celebro nada de lo que está sucediendo. Lo observo con la profunda preocupación de quien sabe que mientras gobierno y oposiciones no dialoguen por un gran acuerdo nacional de seguridad, la situación seguirá empeorando. Sin embargo, el oficialismo seguirá instalado en su negativa al diálogo. Por lo tanto, la seguridad seguirá empeorando, pero también la legitimidad supuestamente pacificadora del régimen. La izquierda mexicana pasará a la historia como la destructora de la democracia liberal, pero también como la que entregó el país a los cárteles y mantuvo a la población viviendo en el terror. Nada qué celebrar en el aniversario de la revolución.

