Hacia finales del siglo XX, Colin Campbell y Jean Laherrère –reconocidos profesionales de la industria petrolera— vaticinaron el fin de la “era del petróleo barato”. En una década de desbordante (y casi siempre infundado) triunfalismo, tales pronósticos fueron rechazados rotundamente por los gigantes del sector energético y de las finanzas. Entonces se creía que el petróleo, precioso elixir negro que mantenía, literalmente, al mundo en movimiento, era inacabable, eterno, infinito. Pero el problema que aquellos científicos planteaban no era que el petróleo de la Tierra se estuviera acabando, sino que la producción de petróleo barato, es decir, de petróleo convencional –técnicamente fácil de extraer y de buena calidad— estaba llegando a su pico geológico (en inglés peak oil), límite tras el cual comenzaría a caer progresivamente.
Es un hecho que en 2006 el crudo convencional alcanzó su pico productivo y desde entonces la producción global no ha crecido. Esto generó que el discurso “peakoilero” –heredero del discurso ecologista que en los años 70 empezó a hablar abiertamente de límites al crecimiento civilizatorio por escasez de recursos y aumento de la contaminación— comenzara a tomar fuerza en ciertas esferas, pero sin real incidencia en las políticas públicas. Porque, aunque la evidencia era clara, el negacionismo del problema energético global siguió bajo la misma formula de antes: “es cuestión de invertir más y encontrar soluciones tecnológicas”.
Este negacionismo se intensificó años después con el espejismo del fracking (fracturación hidráulica) y de los petróleos no-convencionales, en especial del petróleo shale o de lutitas. Este último, del que Estados Unidos posee grandes reservas en las cuencas de Eagle Ford, Bakken y Permian, comenzó a presentarse en la década de 2010 como la solución última a los problemas energéticos de la civilización. Para muchos, el “boom” del shale estadounidense —que sólo ha sido posible gracias a una de las más grandes estratagemas de especulación financiera que se recuerden— era el argumento definitivo para desmontar los augurios del “catastrofismo peakoilero”.
Los petróleos no convencionales — pesados, extra pesados, de lutitas, de arenas bituminosas, de aguas profundas— son aquellos cuya extracción requiere de técnicas distintas a las convencionales. Se les puede también llamar “petróleos difíciles” ya que plantean dos problemas fundamentales:
Primero, son en muchos casos de menor calidad, son más caros y difíciles de extraer y de refinar y necesitan de grandes inversiones de capital para poder costear las exigencias de infraestructura y de tecnología. Los métodos de extracción no convencionales (en particular el fracking) son procesos complejos altamente contaminantes que demandan cantidades ingentes de recursos naturales.
Segundo, su rentabilidad energética — medida gracias a la Tasa de Retorno Energético — es comparativamente más baja frente a la de los petróleos convencionales. Algo que los predicadores del business-as-usual y gobernantes no entienden es que si se gasta más energía de la que se obtiene, la producción no puede ser económicamente rentable, ¡porque energéticamente no lo es! Lo que ocurre hoy con la producción de no convencionales es que la energía obtenida es apenas mayor que la energía invertida, y esto lleva a rebasar el límite económico de rentabilidad. Por ejemplo, en el caso de la producción de petróleo lutitas en Estados Unidos se estima que hoy se recuperan, en el mejor de los casos, 3 unidades de energía por cada unidad invertida (3:1). Ante tan bajo retorno energético, la industria del fracking sólo ha podido mantenerse a flote gracias a la deuda y a la creación de dinero “de la nada”.
A finales de 2018 se alcanzó el pico de la producción de petróleo en todas sus formas porque, precisamente, la producción de shale comenzó a bajar. Situación que se agravó, posteriormente, con la pandemia.
Se calcula que en el mundo se extraen diariamente 90 millones de barriles de petróleo, lo que anualmente representa alrededor de 33,000 millones de barriles. De esos 33,000 millones, la mayor parte es petróleo convencional. A pesar de las supuestas “maravillas” del shale nos seguimos basando en el petróleo de alta calidad descubierto en el siglo pasado y que nos hemos esforzado en agotar. Más aún, se estima que el subsuelo terrestre resguarda aproximadamente 1.7 billones (millones de millones) de barriles de crudo, por lo que nos quedarían 47 años de petróleo explotable.
Más alarmante aún es el hecho de que de esos 1.7 billones de barriles, sólo unos 500,000 millones serían de buena calidad. El resto es petrobasura difícil y costosa de extraer, con rendimientos energéticos más bajos. De aquí a veinte años, habremos agotado todo el petróleo convencional y lo único que nos quedará será un “petróleo pirata” que parece lo mismo, pero no lo es.
¿Por qué todo esto es preocupante? Porque la complejidad civilizatoria construida en los últimos setenta años se basa en la potencia, versatilidad y densidad energética del petróleo en su variante convencional. Eso que llamamos globalización no habría sido posible sin la fuerza motriz del llamado “oro negro”. Sin esta sustancia no habría combustibles refinados capaces de mover buques de contenedores — tan grandes como un rascacielos —, aviones, autobuses, tráileres, automóviles, motocicletas…necesarios para la movilidad, el turismo, el comercio mundial y para el abastecimiento de miles de millones de individuos. No habría producción de plásticos, medicamentos, pesticidas, herbicidas, fertilizantes, solventes, detergentes, fibras sintéticas, colorantes, cosméticos…y demás insumos esenciales para la industria y los mercados globales.
Lo cierto es que la civilización termo-industrial es adicta al petróleo convencional. Para cuando esa “droga” se acabe, no le quedará más remedio que conformarse con paliativos (el petróleo no convencional) que no son de la misma calidad y que no producen los mismos efectos, pero que le permitirá, momentáneamente, calmar la ansiedad producida por la abstinencia.
Pero esta “sintomatología del adicto” no sólo es válida para la industria y para los grandes capitales privados. Lo es también para países como México altamente dependientes de las exportaciones.
¿Preocuparse por reducir el uso de energías fósiles en la era del cambio climático antropogénico? ¡Qué va! Lo importante para la actual administración es fortalecer a Pemex para recuperar —dicen— la soberanía nacional menoscabada por el neoliberalismo. Así, toda la doctrina energética de actual gobierno se justifica como un esfuerzo para reducir nuestra dependencia energética de Estados Unidos y es de esta forma como se vende ante la opinión pública. Pero esto no es del todo cierto ya que lo que se busca en realidad es ser menos dependientes de combustibles refinados como el diésel y la gasolina que importamos del vecino del norte.
Esta “verdad a medias” se hace evidente cuando se observa el plan de negocios de CFE al horizonte 2027 que muestra que la empresa sólo buscará construir centrales de ciclo combinado alimentadas con gas natural. El problema es que hoy, alrededor de 60% de la generación eléctrica del país depende de este hidrocarburo y la producción nacional es insuficiente para satisfacer la demanda interna por lo que estamos obligados a importarlo. México requiere más o menos 8,000 millones de pies cúbicos diarios de gas natural, de los cuales alrededor de 3,000 millones los producimos nosotros (y que van directo a Pemex para sus propios procesos internos) y el resto nos llega desde Estados Unidos. Para funcionar, las centrales de ciclo combinado mexicanas demandan diariamente unos 4,000 millones de pies cúbicos de gas natural que de facto es gas de fracking importado. ¿Es eso independencia energética?
Otra contradicción evidente dentro de las ambiciones de la 4T es que no se puede salir del neoliberalismo mientras sigamos siendo la “fábrica manufacturera” de Estados Unidos, mientras sigamos explotando los suelos para producir alimentos de exportación, sigamos comprándoles maíz transgénico y gas de fracking y vendiéndoles petróleo crudo. Prácticas protegidas y alentadas por el T-MEC, un tratado neoliberal de libre comercio negociado y firmado por la actual administración. En definitiva, seguiremos siendo una economía rentista, fosilista, extractivista y dependiente de Estados Unidos. ¿Cómo puede haber, en ese caso, soberanía, si se continúa inmerso en las dinámicas desiguales del capitalismo de libre mercado? La 4T es y seguirá siendo un proyecto neoliberal edulcorado con grandes dosis de cinismo y de retórica progresista.
Y a pesar de las poco alentadoras perspectivas y de los insorteables límites geológicos, el nacionalismo petrolero de la cuarta transformación dice: “Hay mucho petróleo en el subsuelo, basta con extraerlo”. Ojalá fuera así de sencillo.
En el marco de la conmemoración de la expropiación petrolera, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó con bombo y platillo el campo petrolífero tabasqueño Dzimpona-1 del cual se estima puedan extraerse entre 500 y 600 millones de barriles de petróleo crudo equivalente. Los pozos en cuestión son de altas presiones y temperaturas que concentran, en su mayoría, gas y petróleo muy ligero para el que nuestras refinerías no están calibradas. Desde la perspectiva técnica, su extracción es compleja y desde la perspectiva económica sus costos son altos. Dicho de otro modo: Dzimpona contiene entre 500 y 600 millones de petrobasura. Porque insisto, una cosa es que exista petróleo en el subsuelo y otra cosa es que se pueda extraer a un costo asequible. En las condiciones actuales este petróleo y gas no pueden ser rentables. Si Pemex y el presidente presentan estos nuevos descubrimientos como la “octava maravilla” es porque en realidad es lo único que nos queda…
Cabe señalar por último que no tenemos (¿aún?) la capacidad de refinación para —como dijo el presidente— dejar de importar combustibles, porque la mitad de nuestras refinerías siguen estando configuradas para el petróleo ligero de 32 grados API (los grados API sirven para medir la densidad del crudo frente al agua) que producíamos antes y no para el petróleo más pesado de entre 20 y 22 grados API que hoy producimos. Y es claro que el “pantano” de Dos Bocas no será suficiente. El error de fondo es seguir basando nuestra economía, peor aún, nuestro desarrollo, en una narrativa fosilista anacrónica y no apostar por un decrecimiento energético sostenible.
Hemos entrado en la “era del petróleo difícil” pues en un siglo consumimos el crudo de mejor calidad que el planeta tardó millones de años en generar. Bien lo dijo Kenneth E. Boulding: “Quien crea que el crecimiento exponencial puede ser eterno en un mundo finito es un loco o un economista”. O es, quizá, un presidente.
Pedro A. Reyes Flores es maestro en Geopolítica y Prospectiva por el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París y doctorante de la Universidad Nacional Autónoma de México en Ciencias de la Sostenibilidad. Es miembro fundador del Grupo de Estudios Transdisciplinarios sobre Energía y Crisis Civilizatoria (GETECC).