Uno de los pocos privilegios de la vejez, mientras se conserve la memoria, es la posibilidad de recordar los buenos tiempos que hemos vivido y en esto la fotografía es el vehículo que nos los trae a la memoria como testigo de entrañables recuerdos.
En esta ocasión, a dos semanas de que se cumpla el 14 aniversario de la partida al viaje del que nadie regresa de mi esposo Salvador Elizondo, me permito publicar una fotografía que me remonta a mis primeros años de matrimonio con Elizondo, donde además de admirarlo por su capacidad creativa y su extenso conocimiento general, descubría yo su gran sentido del humor, su capacidad para jugar, para reírse a carcajadas y de tomarse un poco la vida en broma.
A principios de los años 70, cuando no había artefactos digitales, siempre andaba yo armada con mi cámara tratando de capturar instantes de todo. A lo largo de los 37 años que viví a su lado hay muchos momentos que capturé de él jugueteando, patinando en la sala, toreando, vestido de chino, disfrazado de joven Goethe, a caballo o enmascarado luchando con su perro.
Entonces nos costaba mucho trabajo sobrevivir, yo hacía cuanta foto me encargaban y pasaba horas enteras en el cuarto oscuro, él escribía en el periódico Excélsior, tenía un programa en Radio Universidad, daba talleres literarios, trabajaba un día a la semana en el Centro Mexicano Escritores, escribía las presentaciones críticas de muchos artistas para sus catálogos y así nos la pasábamos, cobrando aquí y allá, no teníamos tarjeta de crédito, ni cuenta de banco, realmente el dinero no nos importaba si no el entusiasmo por la vida misma. Salvador era un apasionado de la poesía, del arte, del conocimiento, del amor, de las mujeres, de James Joyce, de Paul Valéry, de Mallarmé, de Poe, del cine, de la aplicación de los principios, de los cánones, de la física, de la música. Exaltado ante todo momento y con una capacidad extraordinaria de asombro, así lo recuerdo.
Salvador Elizondo enmascarado luchando
con su perro, 1971. FOTO: PAULINA LAVISTA
