Don Manuel Álvarez Bravo fundamentalmente fue un fotógrafo artista que se expresó con imágenes en blanco y negro, la mayoría magistrales para mí; a mi vez, yo también, toda proporción guardada, en mi obra personal me he inclinado por el blanco y negro como expresión. Por cuestiones de lo que se entiende como “la chamba” para ganarse el pan nuestro de cada día, tanto don Manuel como yo tuvimos que hacer, en mi caso un montón de veces, trabajos por encargo en color. Don Manuel, durante un periodo de su vida hizo un trabajo excepcional en color para ediciones de libros de gran formato, o sea que, técnicamente, tuvimos que aprender a tomar fotografías a todo color.

Hacia 1988, cuando don Manuel Álvarez Bravo tenía 86 años de edad, trabajaba yo en la Revista La Plaza, que durante tres o cuatro años publicó mi amigo Martín Casillas. La revista básicamente se trataba de una crónica sobre Coyoacán, sus personajes, su historia, sus lugares, sus museos, etc. En el primer periodo, la revista se imprimía totalmente en blanco y negro, yo era la encargada de la fotografía de la portada que, generalmente, era sobre los personajes importantes que vivían en Coyoacán. De pronto, Martín Casillas dio un vuelco y cambió el formato de la revista por el color y lo primero que hizo fue encargarme la portada a color, además de otras imágenes en blanco y negro para el interior, de don Manuel, quien vivía en el Barrio del Niño Jesús en Coyoacán. Le hablé de inmediato al maestro Álvarez Bravo para solicitarle una cita urgente que me concedió; me citó para las 11 de la mañana de un cabalístico día 13 de abril, pues urgían las fotografías.

Manuel Álvarez Bravo, 13 de abril de 1988. Foto: Paulina Lavista
Manuel Álvarez Bravo, 13 de abril de 1988. Foto: Paulina Lavista

Como ya he contado, Salvador y yo dormíamos en cuartos separados, lo que seguramente contribuyó el éxito de nuestros 37 años de matrimonio.

El fatídico día 13 de abril me despertó la sirvienta, cuando me llevó el desayuno, para informarme que Salvador Elizondo, mi esposo, se había caído en la madrugada por las escaleras al equivocarse, medio dormido, entre la puerta de su cuarto y las escaleras descendentes hacia la planta baja, y que se había pegado muy fuerte en la rodilla. Fui en seguida a verlo a su cuarto, Salvador yacía en su cama con la pierna hinchada fuera de las cobijas y me dijo que creía que se había roto la pierna y que tendría yo que llevarlo a la brevedad posible al hospital. Y yo me angustié mucho ante mi situación. “Híjole”, le dije. “No sé qué hacer, tengo una inminente cita de trabajo con Álvarez Bravo y me siento con la obligación de llevarte al hospital, tal vez pueda yo hablar con tus hijas para que te lleven al hospital y yo los alcanzo cuando termine mi reportaje”, concluí, a lo que Salvador me respondió: “No, yo quiero que tú me lleves y prefiero esperarte a que termines tu trabajo”. Insistí en llamar a sus hijas, pero él se negó y no me quedó más remedio que irme muy preocupada a cumplir con mi trabajo. Me sobrepuse, hice el reportaje lo más rápido posible para regresar por Salvador. Lo subí como pude en el Volkswagen y lo llevé finalmente al hospital hacia las dos de la tarde. Efectivamente se había roto la rodilla, que a esas alturas se la había hinchado como un balón de futbol americano. El médico me dijo que tenía que extraerle la sangre acumulada y enyesar la pierna. El doctor cogió una enorme jeringa y le extrajo más de un litro de sangre y antes de que terminara de enyesarlo me desmayé en el consultorio y perdí el conocimiento aquel fatídico 13 de abril de 1988… (Continuará)

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