Salí de la terminal de Taxqueña a las cuatro menos treinta de la tarde. Una hora después ya puedo observar desde el ventanal del autobús la delgada franja de asfalto allá abajo, en las faldas del escarpado por donde corre la autopista. La franja es paralela a la nuestra; la carretera se torcerá más adelante formando una “u”. Es la temible “Pera”. El camino de Cuernavaca es un permanente descenso serpentino.

Me dijeron que son dos horas de camino, pero varios minutos antes de las seis el camión baja la velocidad, se pega a su derecha, se introduce en un pequeño tramo de curvas abrazado por altos follajes. También me dijeron que pidiera la parada en la Paloma de la Paz. Veo una rotonda, gente instalada en una curva levantando el pulgar, un puente peatonal… Ninguna paloma.

–Ya estoy en la terminal. El autobús se hizo menos tiempo.

–¿Qué haces en la terminal? Te dije que bajaras en la Paloma –me replica María.

–Puse mucha atención al camino. Yo no vi ninguna paloma.

–Es porque usted está ciego. Ya no ve.

–Todos coinciden en que no parece una paloma.

–¡Todos! ¡Quiénes son todos!

–Bueno, las personas que me han visitado en la ciudad...

–¡No, hombre! Están encantados. Es el ícono de la ciudad, ya llegó al corazón del pueblo. Mira, ahí la tienes –Víctor señala en dirección a la fuente de su casa, junto a la cual resplandece el metal dorado de una escultura–. Cuando llegas, la palomita se abre de alitas y te recibe en su seno. Va en vuelo. Cuando te vas, se transforma en una gran semilla. ¿Qué quiere decir? En ese vuelo tan efímero que es la existencia, siembra en los demás. O sea, vive en paz, en armonía, porque el tiempo eres tú, y te estás yendo al instante. Si no aprovechas ese instante, no puedes trascender.

Es 14 de febrero de 2020. El autor de aquella paloma que no vi seis años atrás me acaba de corregir la plana. Se llama Víctor Manuel Contreras. Mientras lo escucho hablar, sentados en la planta baja de la casa que le construyó a su madre en la avenida Morelos, rodeados por réplicas de la Inmolación de Quetzalcóatl, La tierra y, por supuesto, la Paloma de la Paz, no tardo en identificar el leitmotiv que ha marcado su vida. Son el vuelo y la semilla.

Vuelos que le impuso la vida y los que él ha emprendido. Vuelos del espíritu y vuelos de la materia, vuelos del hombre y vuelos de Dios. El primero, dramático, sucedió en Atoyac, Jalisco, el 06 de agosto de 1941. Fue nada menos que durante su nacimiento: “Mi mamá tuvo un parto muy difícil. Estuvimos al borde de morir los dos. Mi padre, médico, estaba presentando sus exámenes finales en la UNAM. Los médicos amigos de mi padre fueron a atender a mi madre, que estaba muy mal. El producto no podía nacer; ella era muy estrecha, muy chiquita”.

Quien detuvo aquel vuelo mortal fue la partera del pueblo, de nombre Margarita, que caminaba descalza vendiendo yerbas medicinales. Por boca de su abuela, Víctor lo supo años después: “Ay, hijo: ella te salvó la vida. Mira, hijo, naciste muerto. Te envolvieron en una sábana, te pusieron en la mesa, para seguir atendiendo a tu madre. Esta mujer iba a cada rato: “¿Ya se alivió la niña?” Sí, pero el hijo está muerto. Ahí está el cuerpo. Va la mujer, se sube a la mesa, toma al niño, lo sacude y le grita: “¡Regrésate! Tú tienes una gran misión, se me ha dicho”. ¿Una profecía? Quizás. Pero en ese instante se consumó el primer milagro.

Se atribuye a Frida Kahlo la frase “pies para qué los quiero, si tengo alas para volar”. Víctor vuela con las manos. Antes de aprender el abecedario, comenzó a dibujar. Sus primeros centavos no fueron propinas, sino la paga por las figuritas que construyó para los pasteles que vendían cerca de su casa. “Yo nací para lo que hago. No tuve que decidir qué hacer con mi vida. Todo lo sabía ya. ¿Cómo? Escuchando mi ser íntimo”. El vuelo como rebeldía, el vuelo como sensibilidad y arte: “Mi padre y mi madre se ponían de acuerdo conmigo, pero nunca me pudieron dominar, más que por el corazón. Un artista, todo lo que alcanza a filtrar a través de sus sentidos, lo selecciona y lo guarda en su corazón. Y un día, esa energía que guardaba, que reservaba, ¡boom!: se convierte en una obra de arte”.

Sus padres no lo controlaban, pero él tampoco pudo controlarlos a ellos. Ya instalados en la Ciudad de México, los padres se separan. La creatividad, amiga de la tristeza, engendra una obra a la que Víctor titula El niño triste: “Ese niño triste era yo. Pero no le hice mis facciones, para que no me reconocieran”. Luego de la grieta familiar, la historia podría continuar en sereno ascenso, con destino en el Instituto de Arte Moderno de Nueva York, tras ganar un premio. Pero al desgarramiento emocional lo acompañará el quebranto físico. Víctor se sincera.

–¡Ay, no! Existe un antecedente. Mira, te lo estaba escondiendo. Cuando tenía 15 años, comenzaron a aparecerme bolitas, por aquí y por acá. Tomo el directorio telefónico y busco médicos oncólogos. Cierro los ojos, y al azar señalo con el dedo. Éste es, a éste le voy a hablar. Le llevé los estudios: los rayos X, las biometrías. ¿Qué pasa, doctor? Dile a tu mami y a tu papi que regresen a tu primo con su familia. Está muy enfermo. ¿Qué tiene? Mira, chiquito, no vas a entender. Pero cuando mucho vivirá seis meses. Yo vi que se hundía en su silla que estaba detrás del escritorio y que me daba vueltas su cuarto. Todos mis sueños, todos mis anhelos…

Víctor le había dicho al médico que los estudios pertenecían a un primo suyo. Al salir del consultorio, caminó desde la zona del Ángel de la Independencia hasta la colonia Del Valle, cerca Gabriel Mancera.

También le ocultará a la madre la sentencia del facultativo. No era nada, era anemia. Los ojos rojos eran por arena. “Después de eso dije: me tengo que ir. Soy el hijo único de mi madre. Yo no quiero que vea morir a su hijo, porque, irónicamente me llega el premio de Estados Unidos, donde me daban la beca”.

Emprende un vuelo, tal vez definitivo. Su nueva vida, la vida del desahuciado, transcurre en la Casa Internacional del Estudiante de Nueva York. Un día, caminando por la Avenida Broadway, un aguacero torrencial comienza a caer. Del cielo se enviaba agua para hacer brotar la vida, pero la suya se marchitaba: “Empecé a vivir mi muerte. Tenía miedo de dormirme y ya no despertar”. Víctor veía un cadáver; el futuro, una semilla. En una historia marcada por los símbolos, los vaticinios, aquel torrente presagiaba un buen augurio. Y otro vuelo, esta vez hacia Europa, lo llevará primero a Ámsterdam, luego a Berlín.

En Ámsterdam, de visita en la casa de su admirada Anna Frank, reforzará su desprecio por lo alemanes. “Yo odiaba a los alemanes”, confiesa. Después, instalado en Berlín, con la temeridad del que no tiene nada que perder, acepta traficar información entre la Alemania Occidental y la Oriental. Ahora era espía. Pero antes de que una bala acabe con la vida de ese espía suicida, una operación lo rescata. Sí, son ciencia alemana, manos alemanas, sangre alemana. Y al despertar de la anestesia, mientras la transfusión lleva plasma, glóbulos y plaquetas de las venas de un muchacho alemán hacia las suyas, Víctor se reconcilia con el pueblo germano: “Tú no eres culpable de todo lo que hicieron tus antepasados. Nosotros tenemos que salvar a este mundo de tanta desgracia y tanto crimen”.

Sanadas las taras físicas y emocionales, la semilla estaba lista para emprender el vuelo del arte. Sabrán de él París, Londres, Roma y Bruselas; Nueva York lo verá volver. Ya no lo acompaña el signo de la muerte.

Es energía y esperanza lo que deposita en la sede de la ONU; es el mensaje que aprendió de aquel chico alemán que le donó su sangre: Unidad Humana. Y un país que echó a volar al mundo una semilla herida, se llenará de él en Chilpancingo con el Himno al trabajo y la Proyección del hombre hacia el futuro, y en Guadalajara a través de la Inmolación de Quetzalcóatl. Amalgama de partos y frutos, de muerte y resurrección, de dolores y esperanzas. Amalgama de vuelos y semillas.

En Bruselas, donde acudió para acompañar el último aliento de Olivier Picard, su entrañable maestro, llegó la inspiración para lo que sería la Paloma de la Paz: “Las gaviotas volaban. Me cae una pluma blanca, grande, aquí en el hombro. Para mí, esto me habla y me dice que mi maestro ha iniciado el vuelo a la eternidad. Dibujo la pluma, le hago las alitas, la cabecita”.

Víctor Contreras convirtió el vuelo eterno de Olivier Picard en semilla. En Cuernavaca nos recibe el vuelo, la semilla nos despide. Que cada vuelo sea una siembra. ¿Qué mejor consigna para la vida?

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