“Hay que ser muy miserables para exhibir la desgracia ajena y sacar raja de ello. Que Dios, Ciro, te lo tome muy en cuenta”, fue uno de los más de novecientos comentarios que recibió en Twitter una nota publicada por Ciro Gómez Leyva.
El video, grabado la noche del viernes 3 de julio, muestra a un hombre mayor sentado en la parte trasera de un auto rojo, mientras dos jóvenes y una mujer que lo acompañan esperan de pie a poca distancia. El hombre está visiblemente desesperado. Se recuesta, se sienta con dificultad, se quita y se pone la mascarilla. Responde agitado a las preguntas del reportero. “Siento en estos momentos que mi vida se acaba”, declara. Su nombre es José. Es trabajador jubilado de Pemex, pero en el Hospital Regional de Villahermosa no hay espacio para atenderlo. “Yo de verdad quisiera ayudarlos, pero ¿qué hago?”, dice una enfermera que ha salido del hospital para hablar con la familia.
La escena es dramática. Para algunos, como la usuaria que explotó contra Ciro, grabarla implicó un acto miserable. Y sin duda lo sería si las notas periodísticas se limitaran a entretener a la audiencia, si no tuvieran un efecto movilizador. Pero lo tienen, influyen en la conducta social. Y si hemos de aceptar esta premisa, habrá que comprender que la conducta humana pocas veces responde a criterios racionales, estadísticos, teóricos, pero sí que es persuadida fácilmente por historias, imágenes y emociones.
Ello importa en la actual coyuntura que nos atraviesa. Cuando México fracasó en el control de la pandemia, la pregunta importante es: ¿qué hacemos? Para responderla, dos relatos dominan la conversación pública.
El primero sugiere que salgamos de la cueva y asumamos con estoicismo la suerte que nos toque. “Covid-19, los que van a morir te saludan”, se imaginan diciendo cada día quienes desestiman el uso de la mascarilla. Creen que lo mejor es contagiarse de una vez y crear inmunidad. Mantenerse confinado es pernicioso, tanto para la salud mental como para la economía. ¿De qué le sirve a la gente salvarse del Covid-19, si terminará muriendo de hambre? Todos los días mueren personas por sida, dengue o alguna otra enfermedad. ¿Qué tiene de especial ésta? La vida sigue. El show debe continuar.
Al mismo tiempo, en la vereda contraria avanzamos los diligentes, o, si se prefiere, los miedosos.
No defendemos el confinamiento absoluto. Es inviable. Pero ello no significa olvidar que la vida cambió, y así también deben cambiar nuestros hábitos. Citamos estudios que reivindican la utilidad de la mascarilla, como el realizado por la Universidad del Estado de Arizona. Argumentamos que la idea de “inmunidad de rebaño” ha resultado desastrosa donde se ha intentado. Advertimos que el Covid-19 no limita su impacto a los pulmones, sino que puede producir deterioro cognitivo, incluso Alzheimer, de acuerdo con un artículo del Journal of Alzheimer´s Disease. Pero aun cuando resultáramos ilesos, cuidar a quienes nos rodean es importante por lo mal que resultaría la saturación hospitalaria. Podemos no enfermarnos de Covid-19, pero existen decenas de patologías a las que no somos inmunes.
Con todo, el debate racional tiene una desventaja. Es efectivo como mecanismo de descubrimiento, pero resulta limitado como método persuasivo. “Un hombre convencido contra su voluntad sigue siendo de la misma opinión”, escribió Dale Carnegie. Por ello creo que al relato diligente no lo fortalece una evidencia más, un argumento más. Su causa es noble, pero hacerla triunfar requiere explorar el campo de las emociones.
Hablarles a las emociones en un tema tan serio como el Covid-19 suena irresponsable. Pero suena así sólo si ignoramos el funcionamiento de nuestro cerebro. En 1998, la revista Scientific American publicó un artículo titulado The Split Brain Revisited, elaborado por el profesor de neurociencias Michael S. Gazzaniga. En él se presenta un estudio realizado a pacientes epilépticos, cuyos hemisferios cerebrales habían sido separados por razones médicas. Cuando el lado derecho del cerebro, el intuitivo, recibió la orden “Ve a beber agua al pasillo”, las personas se levantaron a cumplirla. Inmediatamente, se envió al lado izquierdo, el racional, la pregunta “¿A dónde vas?”. Lejos de reconocer que no sabía lo que hacía, se inventaba una razón lógica: “Adentro hace frío. Voy por mi sudadera”.
Me emociono, luego justifico la emoción. Así existo. Apelar a las emociones es tan válido como otorgar cifras, pues muchas de nuestras decisiones se orientan por una intuición. Luego la consciencia se encarga de racionalizarlas. Y ello es más necesario en la medida que el hecho o el objeto se vuelven más complejos. Con el Covid-19, estamos ante un caso de la mayor complejidad. Los estudios, informes y artículos se acumulan. Pero nosotros necesitamos actuar, y actuar pronto, porque el tiempo vale vidas.
Así lo entendieron los creadores de “Wear a mask. Save a life”, una campaña que circula en redes en favor del uso de la mascarilla. En un video aparecen dos mujeres y dos hombres de diferente origen étnico, que comparten algún tipo de discapacidad. “No nos des excusas”, dice una chica sin brazos, que se coloca la mascarilla con el pie. “Si yo puedo ponerme una mascarilla, tú también puedes”, la acompañan diciendo un hombre ciego, otro con una prótesis de brazo y una chica a la que le falta la mitad del brazo derecho.
Inverosímil que personas con discapacidad actúen con más responsabilidad que nosotros, los que estamos intactos. Al verlo, sentimos orgullo y vergüenza, las emociones que ponen de manifiesto nuestro vínculo social, como señala Th. J. Sheff en su obra Microsociología. Discurso, emoción y estructura social. Sentir vergüenza y orgullo es reconocernos como parte de una comunidad, preocuparnos por lo que piensan de nosotros quienes nos rodean.
El actual desdén por el Covid-19, entre otras cosas, se debe a que escuchar la misma cantaleta cada día aburre, desgasta. Además, los números comunican poco. Somos incapaces de empatizar con cifras, y entre más grande es el número de muertos, más lejanos los sentimos. El fenómeno, que recientemente fue expuesto en un artículo de la BBC, se denomina “entumecimiento psicológico”.
En cambio, observar a una niña agonizante nos permite ponernos en su lugar, mirar en ella a nuestras hijas o hermanas, sufrir con su tragedia. Así se explica que “el buitre y la niña”, la fotografía tomado por Kevin Carter en 1993, haya logrado movilizar la ayuda humanitaria hacia Sudán. Y ello explica también por qué, al momento de persuadir a la población sobre la necesidad de tomar en serio el Covid-19, son más útiles historias como la de José, mucho más que una regañina en Twitter, la disputa sobre si las curvas pueden ser o no planas, o la comparativa de cifras de muertes entre México y el mundo.
El lunes 6 de julio, a las 14:00 horas, el señor José falleció en el Hospital Juan Graham. Los últimos minutos del video muestran las imágenes de un funeral austero, poco concurrido, en el Panteón de Gaviotas. “Gracias por esto, Señor. Gracias Padre. Ahora no lo entendemos, Señor, pero gracias”, se escucha decir entre lágrimas a uno de los jóvenes que lo acompañaba el viernes.
Hoy es jueves 16 de julio. El gobierno reconoce 37 574 muertes causadas por Covid-19. ¿Qué significan en realidad 37 574 muertes? Significan la agonía y muerte del señor José repetida 37 574 veces.