Las calles de muchas ciudades del mundo se llenaron de indignación, dolor, fuerza y amor. Las mujeres salimos a marchar para exigir que se detenga la violencia de género y que tengamos todos las mismas oportunidades. En México, la participación fue masiva y muy poderosa.

El secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, destacó que “las crisis globales que enfrentamos están afectando más duramente a las mujeres y las niñas, desde la pobreza y el hambre hasta los desastres climáticos, la guerra y el terrorismo”, y advirtió que el ritmo con el que avanza la conquista de nuestros derechos nos pone a tres siglos de distancia de la verdadera paridad. No estamos dispuestas a esperar 300 años. Esas son muchas generaciones y no nos lo podemos permitir.

Hay quien asegura que para acelerar ese proceso se requieren más mujeres en los cargos de toma de decisiones. Yo discrepo. Lo que se requiere son personas, sean hombres o mujeres, genuinamente comprometidas con la igualdad de derechos.

Sin embargo, sí tiene varios efectos el que sea una mujer quien esté al mando de un equipo, una empresa o una nación. De entrada demuestra, a los aún renuentes a creerlo, que tenemos la capacidad de liderar, administrar, resolver problemas e improvisar con enorme éxito. Ver a una jefa en acción es pedagógico para quien solamente ha visto a las mujeres obedecer.

Por eso me pregunto cómo será el próximo 8 de marzo. Es muy probable que para entonces México esté gobernado por una mujer. ¿Será esa una diferencia sustancial para las que habitamos en este país? ¿Se traducirá en políticas públicas que mejoren la realidad de todas? ¿Se apoyará a las madres trabajadoras con espacios de cuidado infantil? ¿Desaparecerá la brecha salarial por razones de género? ¿Se combatirá eficazmente la impunidad que cobija a los depredadores sexuales? ¿Se detendrá el brutal crecimiento de la trata de personas? ¿Se sancionará a los feminicidas? ¿Habrá seguridad para todas y todos?…

La lista de preguntas puede ser interminable. Pero los problemas también lo serán si no asumimos la responsabilidad de resolverlos juntos. No podemos esperar que una persona sola se encargue de todo. El compromiso y la unión tienen que ser mayores a los retos, para poder realmente empezar a resolverlos. Por eso es urgente que quien asuma el liderazgo del país tenga una actitud incluyente; que no nos divida ni nos confronte, que sea una voz que llame a la reconciliación y a la suma de esfuerzos.

Ojalá el próximo 8 de marzo sí veamos ondear la bandera nacional en el Zócalo de la Ciudad de México. Será una muestra de que ya nadie se apropia de los símbolos de todos para dividirnos. En un sentido más amplio, será señal de que avanzamos hacia una nueva etapa en la que se escucha y atiende a quienes se atreven a discrepar, independientemente del género.

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