Desde la Atenas clásica hemos sabido que las virtudes cívicas son esenciales para el éxito de cualquier organización democrática. Al inicio de la era moderna, Rousseau rescató el espíritu democrático, pero nos advirtió en “El Emilio” de la necesidad de hacerlo a través de un ambicioso programa de formación educativa que la hiciera posible (la transición de la sociedad natural a la sociedad política). No es casualidad que la Constitución mexicana establezca la obligación del Estado de promover una política educativa que contemple la difusión de valores que hagan posible la democracia. Pero, ¿dónde inicia ese proceso? Los pedagogos coinciden en que no hay un subsistema más idóneo para el arraigo de valores cívicos que el ámbito universitario, pues ahí la educación se dirige a las juventudes que inician su etapa de adultez, cuando empiezan a adquirir la calidad de ciudadanía -obligaciones y derechos-, pero también empiezan a tomar conciencia de su entorno político y social. Sin embargo, a la luz del déficit de cultura cívica que nos caracteriza, queda claro que lo que se ha hecho hasta ahora ha sido insuficiente. Si las democracias del mundo están involucionando ¿cuál es la corresponsabilidad de las universidades? ¿Qué se ha hecho y que se ha dejado de hacer en la educación superior para arraigar los valores que la democracia necesita para subsistir? ¿Hay un plan, una política pública al respecto?
Lo cierto es que las universidades no están dando suficiente importancia a la educación cívica y la formación de ciudadanos activos y comprometidos con la democracia, porque han estado más enfocadas en la formación profesional y la capacitación para el mercado laboral de su alumnado. Pero, ¿qué están haciendo para ayudar a superar los efectos de la polarización, la intolerancia y la falta de diálogo en la sociedad? ¿En qué medida están fomentando la crítica y la reflexión que la democracia demanda para atajar la impunidad? Poco, muy poco, si reconocemos que hoy predomina un gravísimo desapego por los valores democráticos, bajos niveles de cultura de la legalidad, una actitud proclive al individualismo. La democracia requiere una ciudadanía que juegue cada vez más un rol protagónico en la vida pública, que no tolere prácticas autoritarias, que no solo acompañe, sino que juzgue y escrute el ejercicio del poder político. Ello, señoras y señores, no viene de nacimiento, nadie nace siendo demócrata. Demanda que las universidades fomenten el desarrollo de ciertas habilidades, prácticas y actitudes.
En México ha habido esfuerzos muy limitados y poco ambiciosos en materia de formación democrática en la etapa universitaria. El reciente impulso a actividades de vinculación con la sociedad y sus problemas, así como las acciones de responsabilidad social universitaria, han tendido justamente al logro de este propósito. Pero se tendría que hacer más, porque la relación entre las universidades y la democracia es tan fuerte, que no se entiende que estas instituciones se preocupen única y exclusivamente por la excelencia académica y profesional, y que obvien el desarrollo de competencias necesarias para hacer posible la vida en democracia. Todo proyecto universitario tendría que priorizar, a la par de la formación profesional, la promoción de competencias que permitan a los universitarios, ser ciudadanos, activos y preocupados por la inclusión social, comprometidos e interesados en los asuntos públicos e involucrados en las tareas de transformación de nuestra realidad social.
En el ámbito internacional, encontramos algunos esfuerzos para fomentar el compromiso cívico en la etapa universitaria, como la incorporación en los planes curriculares de materias orientadas a este propósito, por ejemplo en Francia “Educación cívica, legal y social” desde 1999, o en Alemania “Aprender y vivir la democracia” desde 2006, o en Inglaterra “Educación para la ciudadanía” desde el 2002. En México, desde la Universidad Autónoma de Chiapas nos encontramos trabajando en una Cátedra prototipo sobre “Cultura de la democracia” para la ANUIES. Mucho ayudaría que en las universidades mexicanas se empezaran a considerar actividades curriculares de vinculación comunitaria, al margen del servicio social, tal y como sucede en otros países, como el “service learning” en los Estados Unidos y Canadá, o el “colleges with a conscience” en Inglaterra. Finalmente, se requiere un plan nacional que vincule los planes curriculares de la educación superior para fomentar prácticas democráticas, como promover actividades que fomenten el diálogo abierto y permanente, espacios para la definición de problemáticas comunes, el involucramiento del alumnado en los diagnósticos, problemáticas, objetivos y proyectos del entorno universitario, su participación en actividades formales e informales de participación ciudadana. Tenemos que hacerlo, porque el fomento de la cultura democrática en la educación superior no es sólo un ideal académico, sino una necesidad vital para la salud de nuestras sociedades.
Presidente de la Asociación Mexicana de Educación Continua y a Distancia AC