Oswaldo Chacón Rojas
Las universidades en tiempos de “epistemología tribal” Oswaldo Chacón Rojas Dentro de los valores que la democracia demanda para subsistir y desarrollarse se encuentra la existencia de seres humanos tendentes a afirmar determinadas convicciones, pero también a cuestionar muchas de las ideas que se dan por supuestas. Esa es la dialéctica en la debe moverse todo proyecto democrático. En contextos en los que se favorece el intercambio de ideas, lo lógico es abrazar el pluralismo y estar dispuesto a dejarse guiar por los argumentos más convincentes. ¿Qué hacer cuando ahora vivimos en sociedades que han dado el giro hacia lo emocional y lo tribal, donde lo que más parece importar es la adscripción a los dogmas del grupo con el que uno se siente identificado? Nos movemos en terrenos carentes de un espacio público de libre intercambio de ideas, donde predominen las actitudes críticas. En buena medida gracias a la emergencia de las redes sociales, hoy día el espacio público ha dejado de ser ese lugar de encuentro dirigido al entendimiento mutuo. Al contrario, hoy día el espacio público -virtual-, se ha convertido en el lugar de la confrontación primaria, el insulto, la denuncia, las manifestaciones puramente expresivas. Que imperen los desacuerdos es lo natural en una democracia, lo que es inaceptable es que se tache de indigno a quien no coincida con nuestras posiciones políticas. Más aún sin necesidad siquiera de recurrir a argumentos. No es que antes fuera mucho mejor –no existe un espacio público libre de interferencias–, pero ahora es mucho más inmediato y agresivo. En este nuevo espacio público solemos guiarnos por las emociones, justo ahora cuando más tendríamos que hacerlo por la razón. El desafío ecológico, por ejemplo, necesariamente deberá provocar una reorganización completa de nuestros sistemas productivos, y ahí es imprescindible contar con el conocimiento experto. Pero las manifestaciones emocionales, por muy comprensibles que sean, no solo no ayudan, sino que contribuyen a impedir una salida racional de este problema urgente. El viejo sujeto autónomo de la tradición liberal, que se presuponía que accedía a su propia opinión, está desplazándose hacia un sujeto que se adscribe de forma casi mecánica a lo que considera que son sus afines. Esta distinción, casi siempre identitaria, es lo que presiona hacia una toma de partido casi automática hacia casi todo lo que hace acto de presencia en el debate público. El resultado, como es obvio, es que hoy día no se debate; se confronta. Las opiniones aparecen adscritas a enmarques de la realidad proporcionados por cada grupo; estos son los que se compran, no el posicionamiento reflexivo a partir de la introducción de matices. Cada cual tiende a dar por buena la presentación de la realidad que obtiene de los suyos. A esto se le llama «epistemología tribal». El peligro para la democracia estriba en que, de este modo, acabamos perdiendo los referentes compartidos, ese mundo común al que siempre se refería Hannah Arendt. Si los datos de la realidad que reciben unos u otros no coinciden, el entendimiento deviene imposible. Para recuperar cierta ecuanimidad, hace falta tomar conciencia de que no habrá solución para nuestros problemas sin cohesión social. Basta ver lo que ocurre con el modelo norteamericano, una sociedad tremendamente desigual y sujeta a divisiones políticas gravísimas y estériles. Una cosa tiene que ver con la otra. En sociedades de perdedores y ganadores, donde hay importantes focos de marginalidad social, los conflictos antagónicos son casi inevitables. El malestar social es una variable decisiva. Pero también lo son las pautas básicas de la cultura política. Alemania, por ejemplo, tiende a la solución consensual de los conflictos porque culturalmente han trabajado mejor el arraigo de las condiciones de la democracia. Por ello, creo que hay formas de atajar los efectos perniciosos del pensamiento político “tribal”, aunque sea en parte. La variable fundamental es el sistema educativo. Si es capaz de transmitir la habilidad para que cada cual piense por sí mismo, no deberíamos temer los intentos por estar sujetos a adoctrinamientos. Principalmente, las Universidades tienen una responsabilidad fundamental, porque históricamente han sido mucho más que un centro de transmisión de conocimientos técnicos o de preparación profesional. Han sido un espacio de construcción de sentido, cuestionamiento ético, y producción de conocimiento para el bien común. Su misión central no es solo académica, sino también cívica: la formación de ciudadanos capaces de comprender y defender sus derechos, comprometidos con la justicia social y el bienestar colectivo. Es en el espacio universitario donde debe promoverse la necesaria «desmoralización» de los conflictos, que no es otra cosa que enseñar a aprender a renunciar a presentar nuestras posiciones políticas como si se trataran de rígidas normas morales. Las Universidades deben asumir su responsabilidad con la promocion de estos valores, porque no habrá solución para los problemas de nuestra democracia sin una debida cohesión social. Quizá estemos más motivados a hacerlo, cuando tomemos conciencia de los inmensos problemas a los que nos hemos de enfrentar en los próximos años. Doctor en Teoría Política. Rector de la Universidad Autónoma de Chiapas.