Por SANDRA ROMANDÍA

En México los planes para Michoacán se renuevan con la misma frecuencia que las promesas de paz. Cambian los discursos, se multiplican los millones, se invocan los mismos verbos: “reconstruir”, “atender”, “escuchar”. Ayer, desde Palacio Nacional, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”. Doce ejes, más de cien acciones y una inversión que—prometen—superará los 57 mil millones de pesos. El guion es ambicioso, el tono solemne, la urgencia evidente: un alcalde recién asesinado en Uruapan y un estado que vuelve a reclamar algo más que discursos.

Quienes tenemos memoria periodística recordamos que no es la primera vez que nos venden la llave maestra para abrir la puerta de la paz michoacana. En 2014, el gobierno de Peña Nieto anunció con reverberación publicitaria “Por Michoacán, Juntos lo Vamos a Lograr”: cinco ejes—economía familiar y empleos; educación y cultura; infraestructura y vivienda; salud y seguridad social; desarrollo social y sustentabilidad—y un decálogo de pasos que iban del “diagnóstico sectorial” al “mecanismo de evaluación de impacto”. Sonaba técnico, lucía integral. En los hechos, fue humo: empoderó a autodefensas, rompió con el estado y dejó al crimen organizado en control territorial. El propio recuento hemerográfico reciente lo califica sin rodeos: fracaso.

Diez años después, cambiamos los adjetivos, no la gramática del poder. El nuevo plan trae números rutilantes—despliegues, becas, carreteras, electrificación, centros culturales, polos de desarrollo, hospitales, créditos a mujeres—y una cadena de mandos que incluye Ejército, Marina, Guardia Nacional y fiscalías. Incluso detalla aparatos, drones, células anti-explosivos, “plan antibloqueo”, sellado de fronteras estatales y 10,506 elementos en operación. Todo eso es insumo. Todo eso cuesta. Lo que no se enuncia, con la misma claridad, son resultados esperados medibles: ¿cuánto debe bajar la extorsión limón-aguacate en seis meses? ¿Cuál es la meta trimestral de reducción de homicidios por región? ¿A qué ritmo se desmantelarán laboratorios, y cómo se verificará sin maquillaje? ¿Qué porcentaje de llamadas al 089 tendrá respuesta útil en menos de cinco minutos? Eso, la aritmética del resultado, no apareció en la versión pública.

En el mundo de las empresas—ese universo antipático para el romanticismo burocrático—la brújula se llama KPI: Key Performance Indicators, Indicadores Clave de Desempeño. No son un rezo en inglés: son metas cuantificables, con línea base, fecha, responsable y método de verificación. Ejemplos terrenales: “reducir la extorsión denunciada en Huetamo, Michoacán 30% entre enero y junio de 2026 (línea base: carpetas 2025); incrementar la tasa de judicialización de homicidios en Tierra Caliente de 14% a 35% al cierre de 2026; aumentar denuncias por extorsión atendidas con acta en 72 horas del 22% al 70%”. Un KPI obliga a algo incómodo: a que el discurso sea auditable.

El plan de Peña presumía “mecanismos de evaluación”, pero nunca fijó públicamente KPIs con metas temporales y verificables; ese vacío fue uno de sus pecados originales. El saldo es conocido: Michoacán siguió siendo plaza del crimen, con extorsiones normalizadas en cadenas productivas y alcaldes asesinados como recordatorio de quién manda. Hoy, tras el homicidio del presidente municipal de Uruapan y las marchas masivas, el contexto no admite metáforas piadosas.

¿Y el nuevo plan? La Presidencia difundió los doce ejes y montos—carreteras por más de 13 mil millones, conservación y modernización por 8,186 millones, 240 kilómetros de caminos artesanales, expansión de becas hasta 892 mil 639 estudiantes en 2026, 100 coros, 50 mil escrituras, 50 mil créditos a la palabra para mujeres, polos de desarrollo y cadena de frío en Lázaro Cárdenas—pero la pieza pública carece de KPIs de resultado en seguridad y justicia: ni metas de reducción de homicidio, ni objetivos trimestrales de extorsión, ni porcentajes esperados de casos judicializados, ni tiempos de respuesta operativa. Hay compromisos de “seguimiento cada 15 días” y “cuentas públicas mensuales”—loable, sí—pero sin tablero con metas, ese seguimiento será rueda de prensa, no rendición de cuentas.

Puede objetarse: “poner metas visibles ayuda al enemigo”. Falso dilema. En cualquier política pública seria, las metas conviven con protocolos de protección de datos sensibles. El enemigo ya sabe dónde extorsiona, quién transporta, qué carretera bloquea y qué puerto quiere; el que no sabe—o se le escamotea—es el ciudadano al que se le pide paciencia.

Michoacán es laboratorio cruel de promesas federales. Calderón militarizó; Peña administró autodefensas; López Obrador ofreció un plan de apoyo en 2021; hoy Sheinbaum anuncia el suyo. La secuencia demuestra que “hacer más de lo mismo, pero más rápido” no es estrategia: es prisa. Un puerto estratégico, el oro verde del aguacate y del limón, y el control del territorio siguen siendo el tablero de una economía criminal que recluta menores, captura gobiernos municipales y cobra peaje a la vida cotidiana. Si la vara para medir el éxito vuelve a ser la retórica, volveremos al mismo lugar con la misma brújula rota.

¿Qué exigir entonces, desde la ciudadanía y los medios?—Tablero público de KPIs por región, con línea base 2025 y actualizaciones quincenales: homicidio doloso, extorsión (denunciada y estimada), desapariciones, tiempo de respuesta y de judicialización, decomisos vinculados a proceso (no sólo “aseguramientos”).—Metas trimestrales y responsables con nombre y cargo: SEDENA, Marina, Guardia Nacional, Fiscalía estatal y federales, y gobiernos municipales.—Auditoría externa de los datos y verificación independiente (academia, organizaciones locales y medios con metodología abierta).—Mecanismos de reparación a víctimas y protección a denunciantes que no dependan del humor del delegado en turno.—Separar insumos de resultados en la comunicación gubernamental: un hospital nuevo es insumo; menos ejecuciones es resultado.

A la presidenta le asiste una verdad política: sin justicia social, no hay paz. Pero sin indicadores públicos y metas medibles, no hay gobierno que sepa si avanza o sólo camina en círculos.En Michoacán, donde la semántica de la violencia se aprende a golpes, la diferencia entre publicidad y política es sencilla: la primera presume obra; la segunda rinde cuentas.

Si el Plan Michoacán quiere ser distinto, que empiece por lo elemental: pónganle números al verbo. Entonces, y sólo entonces, sabremos si esta vez ganan las instituciones… o si el crimen organizado vuelve a dictar la columna vertebral del estado.

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