Por Sandra Romandía

La historia de los grandes imperios no termina con un estruendo, sino con un susurro de traiciones internas. No es el enemigo externo el que destruye al gigante, sino la descomposición silenciosa que empieza por las articulaciones. Ayer, en el Consejo Nacional de Morena, el susurro se escuchó claro: ausencias elocuentes, presencias incómodas y un partido que, en su hegemonía, comienza a fracturarse desde el centro del hueso.

Volvió Adán Augusto, aparecido como Lázaro político, tras un silencio de ocho días mediáticos —que en esta era son una eternidad— luego del escándalo de su ex secretario de seguridad. Llegó al consejo con un guion estudiado y con porras convenidas que intentaron arroparlo. "No estás solo", le dijeron. Pero lo estaba. Porque el verdadero poder de Morena, ese que se mueve en la trastienda, estuvo ausente. Andy López Beltrán, cerebro de la sucesión transexenal, y Ricardo Monreal, el operador de lo posible, no aparecieron.

¿Por qué no fueron? Tres hipótesis se abren como abanico frente al observador atento:

¿Fue acaso una advertencia velada para evitar que pisaran la trampa de alguna revelación incómoda? ¿Un gesto calculado para no avalar con su presencia la rehabilitación política de Adán? ¿O simplemente una instrucción presidencial para que su ausencia pesara más que cualquier voto de apoyo?

Monreal, por cierto, niega estar en España, aunque todo indica que sí, acompañado de Pedro Haces. Su distancia no es solo geográfica: es política. Después de coquetear con el retiro, ahora juega al borde del abismo; sabe que su permanencia es incómoda y el último poder que le queda es desdeñar.

Mientras tanto, los acuerdos del Consejo —esos que supuestamente perfilan el rumbo al 2027— pasaron sin pena ni gloria. Nadie los retuiteó. Nadie los discutió. Porque lo importante fue lo que no se dijo, lo que no estuvo.

Morena, como todos los partidos de poder absoluto, está comenzando a devorarse a sí mismo. Como el Leviatán de Hobbes, ha construido un cuerpo gigantesco hecho de hombres que se miran con desconfianza, que se temen más entre ellos que a cualquier oposición. Porque, no nos engañemos, de esa oposición no queda casi nada.

Y aquí viene la paradoja política del siglo XXI mexicano: será del vientre de Morena de donde nazca, inevitablemente, el próximo liderazgo opositor. No por virtud, sino por inercia. Porque todo cuerpo en putrefacción expulsa partes que aún conservan energía. Y en un país donde el poder absoluto se ha institucionalizado, lo único que falta es el momento en que el monstruo empiece a morderse la cola hasta desintegrarse.

Y entonces, sí, el ciclo se completará: no será la derecha, ni el centro, ni la izquierda de los recuerdos. Será el hijo renegado del monstruo, el que un día grite que ya basta. Y los demás, como ahora, harán como si no lo hubieran visto venir.

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