Por Laura Carrera

En México, estamos acostumbrados a señalar al policía de calle como el símbolo de la corrupción. “Son mordelones”, “extorsionadores”, “prepotentes”, frases que escuchamos todos los días. Pero lo que pocos se atreven a decir en voz alta es que la corrupción muchas veces no empieza en la banqueta, sino en la oficina de los altos mandos.

El caso más reciente lo vimos en el estado de Tabasco, donde el exsecretario de Seguridad Pública fue vinculado presuntamente con el Cártel de la Barredora. El golpe no es menor. Si la cabeza de la seguridad en un estado pacta con el crimen, ¿qué puede esperar el policía que arriesga la vida en la calle? ¿Qué puede esperar la ciudadanía que confía en que la autoridad protege y no traiciona?

Este caso no es aislado. Forma parte de una cadena larga de complicidades que atraviesa a políticos de todos los ámbitos de gobierno: municipales, estatales y federales, como la Guardia Nacional. Las lealtades se doblan cuando hay dinero en efectivo que circula fuera de presupuestos y licitaciones. El policía es enviado a “recoger” esos recursos en la calle, como si su deber fuera financiar lo que el mismo gobierno se niega a cubrir de manera transparente.

El efecto es devastador. El policía de a pie aprende que la corrupción es el verdadero reglamento interno. Que quien obedece la ley queda desprotegido y que quien se ensucia las manos recibe la cobertura de sus jefes. En este contexto, la desmoralización es inevitable: ¿cómo pedir ética a quien ha visto que desde arriba las reglas no valen nada?

Y en medio de todo esto, seguimos sin hablar de lo esencial: el costo emocional de ser policía en México.

El policía enfrenta miedo constante: el riesgo de no regresar a casa después de su turno. Vive enojo y resentimiento por cómo lo tratan sus superiores y la ciudadanía. Arrastra estrés crónico, ansiedad y tristeza, a la par de salarios precarios que apenas alcanzan para mantener a la familia. Y, sí, en medio de la tormenta también hay alegría: la risa con los compañeros, el orgullo de servir, la satisfacción de un deber cumplido. Pero esas chispas no alcanzan para compensar un sistema que los ignora como seres humanos.

La neurociencia lo ha mostrado con claridad: un trabajador sometido a estrés crónico pierde capacidad de atención, toma peores decisiones y se vuelve más impulsivo. Exactamente lo contrario de lo que necesita un policía en una persecución, en un operativo o en un momento de crisis.

La seguridad pública sin embargo sigue tratándolos como robots a los que basta capacitar técnicamente. Pero la ciudadanía también tiene un papel en este círculo vicioso. El desprecio hacia la policía genera dureza en su trato. Esa dureza confirma el rechazo social, y así se repite la espiral. Nadie gana.

Queremos policías cercanos, pero los tratamos como enemigos. Queremos seguridad, pero los condenamos a la invisibilidad. Queremos ética, pero toleramos que los jefes los corrompan. Y entonces nos sorprendemos de que el sistema no funcione.

El gran pendiente está en lo que nadie quiere discutir. La seguridad no se sostiene solo con patrullas, cámaras y reformas legales. Se sostiene con mujeres y hombres que necesitan aprender a conocerse, a regularse, a mantener la calma en medio del caos, a tener relaciones sanas y un propósito claro en la vida.

Eso no está en ninguna ley ni en ningún plan rector. La nueva Ley de Seguridad, el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica y el Plan Rector de Profesionalización hablan de salarios, de condiciones laborales, de profesionalización. Pero ninguno coloca el bienestar interior del policía como prioridad. Y sin bienestar interior, cualquier estrategia está condenada a fallar.

El país está en una encrucijada. Los policías son asesinados, se suicidan, se corrompen, se desgastan. Y la respuesta institucional sigue siendo más de lo mismo: capacitaciones técnicas, discursos de proximidad, promesas de equipamiento.

Pero la seguridad no se resuelve con uniformes nuevos ni con discursos en congresos. La seguridad se resuelve cuando el policía deja de ser invisible y se le reconoce como ser humano con emociones, con necesidades, con vida propia.

Para los directivos de seguridad: la eficacia no se mide solo con detenciones o patrullajes. Se mide también en la estabilidad emocional de su personal. Cuidar la mente y el corazón de sus policías es la base para instituciones sólidas y confiables.

La policía, además, no puede seguir siendo usada como recaudadora de dinero oscuro ni como engranaje de pactos con el crimen. Su complicidad ha llevado al país a la vulnerabilidad que hoy padecemos, y romper ese ciclo es una obligación ética y de Estado.

La relación de la policía con la ciudadanía necesita urgentemente un cambio profundo. Exigir seguridad mientras se desprecia a quienes arriesgan su vida cada día es una contradicción insostenible. Tratar con dignidad al policía no significa tolerar abusos, sino reconocer la complejidad de su labor y la humanidad de quienes la ejercen.

México no necesita más leyes que ignoren a quienes deben hacerlas realidad. Necesita valentía para reconocer que la seguridad empieza en el interior del policía. Necesita líderes que entiendan que, sin cuidar a quienes nos cuidan, nunca habrá paz posible.

La seguridad se pudre desde arriba, pero la esperanza puede construirse desde adentro, desde el corazón.

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