Por: María Emilia Molina
Un nombre que incomoda: ¿“juzgadoras en democracia”?
En los últimos meses ha aparecido en el escenario público una nueva organización que se presenta con un nombre sugerente: Asociación Nacional de Juzgadoras en Democracia.
El título, cuidadosamente escogido, parece buscar legitimidad moral en dos conceptos que hoy cotizan alto en el discurso político: la “democracia” y la “mujer”. Pero el uso de ambas palabras en un contexto de desmantelamiento institucional debería invitarnos, más que aplaudir, a reflexionar.
¿De qué democracia se habla cuando el Poder Judicial está siendo desmantelado? ¿Qué sentido tiene hablar de “juzgadoras” cuando buena parte de las mujeres que dedicaron su vida a impartir justicia han sido desplazadas por una reforma que privilegia la lealtad política sobre el mérito y la experiencia?
¿Y cómo conciliar la palabra “democracia” con un modelo que elimina la carrera judicial, vulnera el principio de división de poderes y convierte al voto popular en un mecanismo de control político sobre la justicia?
Nombrar una asociación de esa manera, en este contexto, no es inocente. En política, los nombres construyen narrativas, y las narrativas moldean legitimidades. Cuando un régimen busca sustituir instituciones sólidas por estructuras afines, la creación de asociaciones “paralelas”, es una estrategia recurrente: vestir de legitimidad social lo que en realidad es una operación de sustitución simbólica.
La memoria de una construcción colectiva
Para entender la gravedad de este gesto, conviene recordar lo que ha significado la Asociación Mexicana de Juzgadoras (AMJAC), fundada hace más de una década por un grupo de mujeres magistradas y juezas que rompieron techos de cristal desde dentro del sistema judicial.
La AMJAC nació sin recursos, sin vínculos políticos y sin promesas de poder. Nació de la necesidad de acompañarse en un entorno históricamente masculino, jerárquico y cerrado.
Y creció, contra todas las resistencias, hasta convertirse en un referente nacional e internacional de profesionalismo, independencia judicial y sororidad real.
La AMJAC fue pionera en impulsar la perspectiva de género en las resoluciones judiciales mucho antes de que fuera obligatoria; promovió el uso del lenguaje inclusivo, la formación en derechos humanos y la visibilidad de las mujeres en los más altos cargos del Poder Judicial; incluso logró concursos de oposición solo para mujeres, como acciones afirmativas para reducir la brecha de género.
Su legitimidad no proviene del poder político, sino del trabajo cotidiano de cientos de mujeres que hemos entendido que juzgar con perspectiva de género es una forma de justicia transformadora, no una moda discursiva.
Pero, sobre todo, la AMJAC ha demostrado que era posible construir comunidad sin subordinación, y que la independencia judicial era una causa común entre mujeres que pensamos distinto, pero compartimos una ética del deber.
De la independencia a la obediencia
La historia reciente del Poder Judicial en México ha trastocado por completo ese equilibrio. La reforma judicial, presentada como una supuesta “democratización”, en realidad ha significado la disolución de la carrera judicial, la desaparición de la experiencia como criterio de mérito y la instauración de un modelo de control político bajo la fachada de elección popular.
Las consecuencias son evidentes: cientos de juezas y magistradas de carrera, con décadas de servicio, fueron separadas sin evaluación ni procedimiento.
El mecanismo no fue técnico ni meritocrático: fue una tómbola; la suerte decidió lo que antes correspondía al esfuerzo, la vocación y la preparación.
Y en medio de esa demolición, surge una nueva asociación que, en lugar de cuestionar la arbitrariedad, parece presentarla como una oportunidad para “renovar” la judicatura femenina.
No hay renovación cuando se destruye la base profesional que sostenía el servicio judicial.
No hay democracia cuando se sustituye la autonomía por obediencia, ni feminismo cuando el empoderamiento se vuelve premio de fidelidad.
Lo que se disfraza de cambio generacional no es sino una operación de legitimación política con rostro de mujer.
La incongruencia del feminismo usado como fachada
Nada resulta más doloroso —ni más peligroso— que ver cómo el lenguaje del feminismo es utilizado para encubrir procesos de regresión institucional.
Hablar de “unión de juzgadoras” sobre las cenizas de los proyectos de vida, las trayectorias de mérito y el trabajo de quienes construyeron la carrera judicial no es sororidad: es una forma de usurpación simbólica.
El feminismo judicial auténtico no se mide por el número de mujeres que ocupan un cargo, sino por la forma en que lo alcanzan y por los principios que defienden una vez que están ahí.
No hay justicia de género cuando se sustituye a mujeres con formación, experiencia y compromiso por funcionarias improvisadas o afines al poder político.
No hay igualdad cuando la sustitución se justifica en nombre de la “democracia popular” y no en el mérito ni la capacidad.
Y no hay sororidad cuando se guarda silencio frente a la injusticia que otras sufren, solo porque conviene no incomodar a quien reparte los cargos.
El uso del feminismo como discurso legitimador del poder es una forma sofisticada de violencia simbólica.
Cuando se habla de “mujeres empoderadas” mientras se despoja de sus cargos a quienes sostuvieron el sistema con trabajo honesto, se convierte la lucha feminista en un adorno retórico.
Y cuando se presenta como “avance” lo que en realidad es una regresión, se traiciona no solo a las mujeres desplazadas, sino al sentido mismo de justicia que el feminismo buscó encarnar en las instituciones.
De la legitimidad al oportunismo
En toda sociedad democrática, las asociaciones profesionales cumplen una función esencial: fortalecer la ética del servicio, promover la capacitación y representar los intereses comunes de su gremio.
Pero cuando estas asociaciones se convierten en instrumentos del poder político, dejan de ser interlocutoras y se transforman en aparatos de legitimación.
La diferencia entre una asociación que nace para servir a sus integrantes y otra que surge para servir al régimen es, ante todo, la legitimidad.
La AMJAC nació de la convicción; la nueva asociación, del cálculo.
La primera se construyó con la suma de esfuerzos dispersos; la segunda parece responder a una agenda centralizada.
Una buscó independencia; la otra, visibilidad.
Y mientras una se ganó el respeto de la comunidad jurídica nacional e internacional, la otra parece diseñada para aplaudir; sin incomodar.
El riesgo de este tipo de simulaciones es profundo. Cuando se sustituye la voz crítica de las juezas por un eco complaciente, se desactiva uno de los últimos espacios de resistencia institucional.
Y cuando las mujeres que antes fueron símbolo de integridad son reemplazadas por representantes del discurso oficial, la ciudadanía pierde su última línea de defensa frente al autoritarismo.
Las palabras vaciadas
Democracia. Justicia. Paridad. Independencia.
Palabras grandes, pero peligrosamente vaciadas de contenido.
Hoy se pronuncian con una facilidad desconcertante, incluso desde espacios donde se desmantela todo lo que esas palabras significan.
Se invoca la “paridad” mientras se destruye la carrera judicial que permitió que las mujeres llegaran a ser juezas por mérito.
Se habla de “justicia social” mientras se elimina la autonomía del poder que debe garantizarla.
Se presume la “democratización” del Poder Judicial mientras se impone la subordinación de sus integrantes al poder político.
Y se reivindica la “cercanía con el pueblo” cuando en realidad se instrumentaliza la justicia como espectáculo electoral.
Una democracia sin contrapesos no es democracia, sino una mayoría sin límites.
Una judicatura sin independencia no es poder, sino dependencia.
Y un feminismo que calla ante la injusticia que otras mujeres sufren no es movimiento: es decorado.
La pérdida de un patrimonio ético
El desmantelamiento del Poder Judicial no solo afecta a quienes perdieron su plaza o su adscripción.
Lo que se pierde es un patrimonio ético e institucional construido durante décadas.
Cada jueza o magistrada cesada representa una historia de servicio, de formación constante, de defensa de derechos, de decisiones difíciles.
En muchos casos, fueron mujeres que abrieron brecha, en tiempos en que juzgar con perspectiva de género era motivo de burla o sanción.
Hoy se les despide sin reconocimiento, sin procedimiento, sin memoria.
Esa pérdida no puede cubrirse con un nuevo nombre ni con un acto protocolario.
No se sustituye una cultura judicial consolidada con discursos de coyuntura.
La experiencia no se improvisa; la integridad no se decreta.
Y la confianza en la justicia —esa confianza que tanto cuesta construir y tan fácil se destruye— no se recupera con propaganda.
Lo que realmente está en juego
No está en juego una rivalidad entre asociaciones.
No se trata de quién lleva el nombre más atractivo ni quién logra más visibilidad en medios.
Lo que está en juego es mucho más profundo: la idea misma de justicia como función pública independiente.
Está en juego que las mujeres que juzgan sigan siendo autónomas o si deberán responder a la voluntad política del momento.
Está en juego que los derechos de las personas sigan protegidos por jueces imparciales o por figuras electas para complacer al poder.
Está en juego que nuestras hijas entiendan la justicia como un espacio de vocación o como una oficina de favores.
Lo que se erosiona no es una estructura burocrática, sino el principio republicano que separa la ley de la voluntad.
Y en ese proceso, las mujeres del Poder Judicial —que tanto lucharon por conquistar su lugar— se convierten, paradójicamente, en el rostro más visible de la pérdida.
Al memoria como resistencia
En tiempos de simulación, la memoria es un acto político.
Recordar lo que se construyó con esfuerzo, lo que se defendió con dignidad y lo que se perdió por decisión ajena, no es nostalgia: es una forma de resistencia.
Porque la memoria no solo conserva el pasado; también delimita los abusos del presente.
La verdadera democracia no necesita asociaciones complacientes ni leales al poder.
Necesita voces libres, dispuestas a decir la verdad incluso cuando esa verdad incomoda.
Necesita mujeres que no olviden que la independencia judicial es, antes que una garantía profesional, una garantía de derechos humanos.
Y que juzgar no es obedecer, sino proteger.
Las juzgadoras que fueron separadas de su cargo sin causa siguen representando una ética pública.
No porque ostenten un título, sino porque encarnan una forma de entender la justicia que no depende del favor ni del aplauso.
Su memoria, su trayectoria y su ejemplo son ahora el archivo moral de un Poder Judicial que fue, durante décadas, un dique contra la arbitrariedad.
Epílogo: sobre los escombros de la justicia
Las instituciones no mueren del todo mientras alguien las recuerde con sentido de pertenencia y de propósito.
Pero tampoco reviven cuando se construyen sobre sus escombros proyectos vacíos de legitimidad.
Una asociación que invoca la democracia sin defender la independencia judicial se convierte en su negación.
Y un feminismo que calla ante la injusticia de otras mujeres deja de ser lucha y se vuelve ornamento.
Las “juzgadoras en democracia” que hoy se presentan como símbolo de renovación deberían recordar que la democracia no se decreta: se defiende.
Y que ninguna nueva asociación podrá borrar la historia ni el mérito de quienes hicieron posible que hoy existan mujeres juzgadoras en México.
Porque si algo ha enseñado la experiencia judicial es que las resoluciones injustas pueden corregirse, pero las renuncias éticas no tienen apelación.
María Emilia Molina es Magistrada de Circuito

