Por Lillian Briseño

El 20 de noviembre se celebra el 123 aniversario del estallido de la Revolución Mexicana, cuyos principios definieron buena parte del siglo XX.  Basta con recordar que el trinomio PRN-PRM-PRI, que es el mismo gato pero revolcado, gobernó a México desde 1930 hasta el año 2000, y de 2012 a 2018 nuevamente.  Su presencia en el imaginario político del país está más que arraigado y, al tiempo que se le asocia con algunos logros durante su larga estadía, también ha dado lugar a que se le considere un periodo pleno de corrupción, amiguismo y clientelismo.

Pero lo cierto es que la Revolución Mexicana sí sirvió para tratar de dar a la población, al menos en la ley, una justicia que no había logrado desde su independencia.  A su término, se firmó una constitución que recuperó los ideales que movieron a decenas de miles de mexicanos para irse “a la bola”, en aras de intentar mejorar sus condiciones de vida. Los testimonios en los que se narran las precarias condiciones del pueblo son múltiples y sabidos.

Desde luego que los dos sectores sociales más beneficiados con estas medidas fueron los campesinos, que representaban quizá más del 70% de la población para 1910, y los obreros que empezaban a sumarse a las filas de la incipiente, pero creciente industrialización.

Con respecto al primer grupo, la reforma agraria propuso restituir las tierras a sus dueños originales, o bien, dotar a los campesinos de algún pedazo de tierra para su supervivencia, a través del artículo 27 constitucional. Establecía, además, que sería el presidente el responsable de otorgar estos predios que se convertirían en los ejidos y que abarcarían toda la República.  Éstos, eran una especie de propiedad comunal, donde a cada ejidatario se le entregaba un pedazo de tierra en posesión para vivirla y trabajar prácticamente a perpetuidad.  El único impedimento era que no se podía vender, pues no eran sus dueños.

Al ser el Ejecutivo el que concedía estas tierras, la imagen del presidencialismo se fortaleció en el país, el reparto se convirtió en un botín y los campesinos en ese ganado político que llevaban a votar para demostrar que en México sí había democracia y la gente participaba en las elecciones. Un intercambio generoso: el gobierno daba tierras y los millones de campesinos votos; clientelismo en su máxima expresión. La experiencia perduró por varias décadas hasta que, en 1992, se dio por terminada la reforma agraria, dejando en libertad a los ejidatarios para elegir seguir siéndolo o convertirse en propietarios de sus tierras.

Otra de las iniciativas que trascendieron a la Carta Magna, fueron las demandas obreras vía el artículo 123, que otorgó a los trabajadores mejores condiciones laborales y que incluían cosas tan “atrevidas” como establecer un horario laboral, la paga en efectivo y prohibir el trabajo infantil.

Considerada la ley más avanzada de su época, los trabajadores vivieron también su momento de gloria durante los gobiernos del grupo Sonora y el cardenismo, que apoyaron sus demandas e incluso impulsaron el estallido de huelgas para que los dueños de las fábricas mejoraran las condiciones laborales.

Pero si las iniciativas fueron buenas en un primer momento, cómo se ha dicho, el sistema terminaría por corromperlas y convertir a campesinos y obreros en “la cargada” que se requería para asegurar las elecciones y el triunfo del candidato oficialista.   Esto se lograría vía el corporativismo, que dividió a los trabajadores del país en tres sectores, el campesino, el obrero y el popular (burócratas), regulados por la CTM, la CNC y la FSTSE respectivamente. Así, por ejemplo, el líder sempiterno de la CTM, Fidel Velázquez, daría instrucción a sus afiliados sobre quién sería una buena opción para ser electo el siguiente presidente, que curiosamente siempre era del PRI. Una vez obtenido el triunfo, recibiría a cambio una serie de prebendas que podría repartir entre sus principales agremiados y líderes locales para que, a su vez, hicieran lo propio con sus afiliados. Con ello, gubernaturas, secretarías o escaños parlamentarios, entre otras posiciones, se distribuían generosamente.

De esta manera, y al cabo de los años, el sistema político mexicano emanado de la Revolución se fue corrompiendo hasta convertirse en una verdadera lacra para el país. Dichos que afirmaban que “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, “el año de Hidalgo” o “la corrupción somos todos”, se hicieron comunes, aceptando de facto que estas prácticas eran consentidas en el gobierno.

Así, poco a poco se fueron minando aquellos principios que protegían a campesinos y obreros, dejando a muchos en la misma pobreza y precariedad de principios de siglo. Los beneficios de la reforma agraria serían muy cuestionados al cabo de los años, mientras que los obreros serían absorbidos por sindicatos corruptos y un charrismo que terminaría por socavar aquellos ideales defendidos en el 123 constitucional.

Con todo, aquel PRI que gobernó México por siete décadas terminaría convirtiéndose en sinónimo de corrupción traicionando los ideales que motivaron su creación.

Hoy, la Revolución Mexicana es poco más que un pretexto para gozar de un día de descanso obligatorio y recordar a algunos “héroes” que pocos reconocen. También, por cierto, para incluirla en la narrativa oficial, como la transformación que antecedió a la 4T.

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