En Señor, Quintana Roo, los días amanecen muchas veces. Cada veinte minutos, desde las cuatro de la mañana, los kikirikis de los gallos se fusionan con los trinos del mirlo café, la paloma de alas blancas, el tordo cantor, el vireo verde amarillo, el colibrí canelo. Se suman los motores de los tuk-tuk, el gimoteo del perro que alguien patea a la distancia, el escupitajo que brota de la garganta ronca que en bicicleta pasa enfrente de la casa en la que pernocto hoy.
Hacía muchos años que no dormía en la hamaca. Ahí uno levita, colgado del cielo, sin cordón umbilical que lo ate a la tierra, meciéndose cual péndulo marcado por el compás de lo que se sueña. En años recientes, algunos de mis sueños son resultado de ver, escuchar, comer, dormir en tierras mayas.
Hace unos días, en Señor soñé con la resistencia indígena y la Guerra de Castas, esa sublevación maya (1847-1901) que dejó 250 mil muertos y dividió a Yucatán en tres estados: Yucatán, Campeche y Quintana Roo. Soñé con la Cruz Parlante, símbolo sagrado maya, que, dibujada nació en un elocuente cedro durante la guerra e inspiró la resistencia del pueblo maya, brindándole protección divina contra sus opresores.
Me sueño en una brutal cacofonía, revoltijo inenarrable de imágenes de humanos, animales, olores, sonidos, colores y las guerras, las sequías y las hambrunas de las profecías mayas.
Soñé eso que soñé después de visitar la tierra de Marcos, adentrarme en su selva mediana –en donde nos recibió el árbol sagrado– y recorrer cuevas, ver murciélagos, arañas que comen mariposas, grillos que tapizan paredes, el techo de nidos del avispón de cara blanca, feroz depredador de arañas, moscas y almas.

Soñé, después de haber honrado el Santuario de Tixcacal Guardia (X’cacal), comunidad maya que entierra a sus difuntos en el patio de sus casas para que permanezcan en familia, muertos y cuando resuciten. Descalzos, sin gorra y prometiendo no escupir en el suelo, entramos al santuario escoltados por cuatro devotos dignatarios mayas liderados por el Sargento, la Orden y el Patrón del santuario –son los guardianes de la iglesia maya y la Santísima Cruz, que, rotándose semana a semana con otras comunidades, cuidan el santuario y su cruz. A mi izquierda veo tres campanas de metal, desde las que, día a día, siguen emanando vestigios sonoros del poder religioso y político del pueblo maya. Ante la mirada aprobatoria de la Orden, con respeto deslizo mis dedos por la campana más grande y leo con las yemas el año que tiene grabado: 1797.

Soñé, después del recorrido nocturno por Señor, en el tuk-tuk con Marcos al volante. En el crepúsculo, vi el cementerio multicolor de la comunidad, donde me estremezco al leer sobre una lápida azul: “Descansa en Paz Papi”. En la noche, oí los ecos del zapateo a dos tiempos en el parque oscuro de la comunidad –la música brota de una grabadora de pilas, pues la luz se fue c las fuertes lluvias– donde más de 10 parejas de niños y jóvenes ensayan, algunos con botellas sobre la cabeza, la jarana yucateca tradicional con que celebrarán la Kíich pan mama (“hermosa madre virgen”), la fiesta más importante de Señor, del 23 de julio al 8 de agosto.
Soñé, después de visitar, a medio día, y otra vez por la noche, a Gráfila Ek. A su casa de techo de huano (la palma de la Península de Yucatán) se entra sorteando sapos cantores, perros curiosos, gallinas, guajolotes y patitos. Vamos directo a la cocina, corazón de la casa, centro familiar. Doña Gráfila tuvo nueve hermanos y diez hijos; su esposo tuvo diecinueve hermanos –“todos hijos de la misma madre y el mismo padre”, responde él a mi curiosidad de ratón. Ella está sentada al lado del fogón que reposa sobre tres piedras grandes colocadas como triángulo, debajo del cual se apilan gruesos troncos de jáabin, que produce carbón que no mancha las tortillas cuando se ponen ahí para que se hinchen. La escucho, atento, sin perder de vista sus manos que moldean la masa y colocan sobre el comal pequeñas tortillas de maíz molido a mano. A medida que rescata las tortillas calientes del comal, me las como, una tras otra, acompañándolas con guacamole, huevos revueltos con tomate, huevos cocidos, un glorioso guiso de pepitas de calabaza con chile.
![Gráfila Ek. Señor, Quintana Roo. Foto Omar Vidal]](https://www.eluniversal.com.mx/resizer/v2/ZHFCET2QEBDFHO3Y4K3LPRJVUM.jpg?auth=17a2b3c6d230d49db6490e5e0de8b5295416b3404d08a0d30b8c69ab5a63cd5d&smart=true&height=620)
Doña Gráfila, su esposo y dos de sus hijos conversan, parte en español, parte en maya –que por alguna misteriosa razón parezco entender, o por lo menos eso imagino al calor del fogón. Ella se levanta diciendo que le deleita comer de pie y, con una sonrisa traviesa, me dice: “Lo que más me gusta en la vida es bailar”. Le confieso que a mí también. Llega su nieta, pregunta algo en maya y se va –tiene prisa, cosas mucho más importantes en qué pensar: dentro de tres días cumplirá quince años y la comida, la fiesta y el baile serán, como siempre, en casa de la abuela.

Soñé, después de ir de cacería a medianoche en el tuk-tuk con Marcos, en busca del conejo que, durante días, ha devorado sin piedad los cultivos de maracuyá en la milpa de su hermano, “el mejor reparador de celulares del pueblo”, orgulloso me dice. Nos acompaña Barry, de 12 años, quien, con la seguridad del que sabe, contundente decreta: “es hembra”. Los zorros también se comen las piñas de la milpa, pero no vemos ninguno; nos llevamos algunas piñas y unos limones para marinar la carne de la coneja. De regreso, en la oscuridad verde de la Selva Maya, se escabullen los ojos encandilados del venado que de milagro se salvó. Creo que toda esta parte la soñé.
Marcos, soñador maya, me cuenta de los abuelos que se fueron, de sus sueños inconclusos. Me cuenta sobre la pica sombra, serpiente ciega yucateca que sólo distingue luz de sombra, pero que, si pica tu sombra, te pudre y puede matarte; el pirómano que quemó su palapa y otras de la comunidad y se salió con la suya; el coche estacionado que compró la vecina que no sabe manejar y que no quiere aprender nunca, y que él, cada día, enciende para que no se seque. Y me cuenta sobre la miel milagrosa de la melipona (Xunan kab) que todos los males cura –esa abeja divina sin aguijón, representada en templos y códices de los antiguos mayas y que hoy sigue siendo testigo de la vida maya.

A la una y treinta y cinco de la mañana, caigo exhausto en la hamaca para empezar a soñar con la Guerra de Castas, la Cruz Parlante y las profecías mayas, arrullado por gallos, pájaros y los tuk-tuk.
“Hasta que mi perro, mi cerdo y mi gallina aprendan a leer, yo aprenderé”, me cuenta, a la mañana siguiente, Marcos que les dijo Abundio Chin (después Abundio Yama Chiquil) a los soldados que hace muchos años llegaron queriendo enseñarles. Nacido en Señor, Don Abundio era médico tradicional y comandante de la Compañía del Santuario de Tixcacal Guardia, responsable de proteger la Cruz Parlante. “No queremos tener nada que ver con el estudio”, remató.
De madre maya y padre chino, el comandante Abundio murió en abril de 2024, a los 117 años. Cuentan las malas lenguas que, para evitar las burlas del pueblo, su padre, Paulino Chin, cambió su apellido a Yama –en maya, “chin” es el nombre de una parte masculina íntima– aunque también es una deidad masculina que tiene relaciones sexuales con otras deidades masculinas y con humanos. Don Abundio fue el último testigo vivo de la Guerra de las Castas; la UNESCO lo declaró “Tesoro Humano Vivo: Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Región Maya”.
“No queremos lo que ustedes llaman ‘educación’, porque vamos a perder nuestra cultura”, también les aventó a los soldados Crescencio Pat Cauich (fallecido en 2020 a los 98 años), comandante de la Novena Compañía del Santuario de Tixcacal Guardia, nieto y último descendiente de Jacinto Pat, quien inició la Guerra de Castas.
Señor tiene unos cuatro mil habitantes, pertenecientes a la etnia maya masehual. ¿De dónde surgió el nombre de la comunidad?, le pregunto a Marcos. Hace muchos años arribaron dos misioneros cristianos provenientes de Mérida, Yucatán, quienes apoyaron a muchos miembros de la comunidad transportándolos (sin costo) en avioneta a esa ciudad para que los trataran de enfermedades que los mataban y para las que no tenían acceso a vacunas, como el sarampión. También les enseñaron a tocar la guitarra, que muchos hombres de la comunidad tocaban al regresar de trabajar en su milpa; por eso, muchos abuelos se convirtieron en guitarristas. Se forjó una relación de confianza mutua, la gente amaba a los misioneros. Uno de ellos no quería que lo llamaran “pastor” o “maestro”, sino, simplemente, señor. Y, así, el nombre prevaleció como un homenaje a esos misioneros.

Hace años quisieron cambiarle el nombre a Señor por “Villa Hermosa”, pero los abuelos se opusieron, me cuenta Marcos –no el subcomandante, sino Marcos Cante, promotor del ecoturismo comunitario desde hace 23 años, al frente de Xyaat, una cooperativa comunitaria que busca rescatar y preservar las tradiciones, los conocimientos y los legados de sus ancestros mayas. Son miembros de la Red de turismo de caminos sagrados de la zona maya de Quintana Roo, constituida en 2014 por ocho cooperativas comunitarias y cuya creación se vincula con la marca Maya Ka’an de turismo sustentable, promovida por la reconocida organización de la sociedad civil Amigos de Sian Ka’an.
Conocí a Marcos hace unos tres años. Nació en Señor hace cincuenta años, aquí ha vivido y aquí lo enterraran en un cementerio multicolor. De regreso, en Felipe Carrillo Puerto, desayunando juntos en el mercado municipal “Benito Juárez García”, bajando la voz, como temiendo que alguien lo escuche, Marcos me confiesa que la fotografía es su verdadera pasión. Su padre, vendedor de miel de abeja, le regaló su primera cámara fotográfica. También es guitarrista aficionado (como su padre y su abuelo), naturalista nato, narrador como ninguno.
“Estoy consciente que la cultura y los saberes se están muriendo, pero ¿qué puedo hacer?”, con tristeza me dice. Me queda claro que, después de tanto remar contra corriente, a la suya y a otras cooperativas comunitarias los devora la ceguera del Sistema de Administración Tributaria (SAT), que les exige facturas imposibles de obtener. ¿A quién se las va a pedir Marcos? ¿A su esposa que cocina en el fogón, a su hijo que le hace los mandados, a doña Gráfila que hace las tortillas, a Máximo Witzil, el rezador que falleció hace unos meses, al H men (el que sana a la comunidad de las energías negativas), a don Mauro que trabaja el henequén? ¿A quién? El mismo viacrucis que sufren otras cooperativas comunitarias en la Península de Yucatán.

Y, ni hablar de la mayoría de las glotonas agencias de viajes, que funcionan como intermediarias, y que se llevan la tajada más grande de los beneficios que trae el turismo que llega a las comunidades mayas.
Cuando nos despedimos, le pregunto: ¿qué sigue ahora que los abuelos, que transmitían la cultura y los saberes tradicionales a las nuevas generaciones, han muerto casi todos? “Me da miedo que esto que hemos construido se pierda", me dice con desaliento. Enmudezco y me alejo pensando en el futuro incierto de Marcos y su familia, de doña Gráfila y las otras personas de la comunidad, ya que una parte de su sustento depende de la cooperativa Xyaat.

Por eso, lectores, si deciden visitar Señor, lleven dinero en efectivo (no hay cajeros) y, sobre todo, utilicen agencias de viajes respetuosas, justas y que valoren la cultura maya en toda su dimensión. Apoyemos a Marcos y a aquellos guerreros que, como él, no se resignan a dejar perder la cultura, los saberes, la magia de los mayas.