Es sábado por la mañana y volamos en una telecabina del cablebús en la Ciudad de México, desde la estación Parcur-Colegio de Arquitectos con rumbo a las enigmáticas 12 hectáreas que forman Los Pinos.
Desde el cablebús y las alturas, mis sentimientos son ambivalentes, pero después de 23 años de vivir aquí he aprendido a respetar las contradicciones de esta cosmopolita ciudad—la amo y gozo su gente y sus paisajes; despotrico de su suciedad, baches en las calles y la inseguridad. En las alturas se siente aún más la asfixiante contaminación que lentamente nos mata, y desde las alturas la muerte se revela en las tumbas del Panteón civil de Dolores y el cementerio judío.

Llegamos a Los Pinos, que antes fue el rancho “La Hormiga” y después la residencia oficial de catorce presidentes mexicanos, desde 1935 hasta 2018. Ahora rebautizada “Residencia Oficial del Pueblo de México”, su entrada libre está escoltada por un arco en el que dos venados y tres pájaros flotan entre arabescos multicolores—cual trajinera en Xochimilco.

Los Pinos, desde donde el poder político y el económico durante muchos años convivieron y se aprovecharon de México y los mexicanos. Caminé antes por estos extensos jardines, en eventos ambientales durante los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. No había regresado.
En la puerta de entrada nos da la bienvenida una sonriente y guapa soldada mexicana.
Observo las señales que invitan a visitar la Casa Presidencial Lázaro Cárdenas, el Salón Venustiano Carranza, la Sala Miguel de la Madrid y la Casa Miguel Alemán. Nada parece haber cambiado, pero todo es diferente—ya no se respira aquí el poder omnipotente. Atraídos por una entrada flanqueada por dos fotografías gigantescas del general michoacano, decidimos visitar la casa a la que él y su esposa Amalia llegaron a vivir hace exactamente 90 años.

Lázaro Cárdenas del Río, el presidente que nacionalizó la industria petrolera mexicana, impulsó una reforma agraria para redistribuir la tierra más equitativamente, brindó asilo al exlíder soviético León Trotsky (a la postre asesinado por los esbirros de José Stalin) y acogió a miles de refugiados republicanos españoles que huían del dictador Francisco Franco durante la guerra civil española. Todo esto se me viene a la mente cuando cruzo la puerta.
Con curiosidad y pasos solemnes entramos a la antigua casa del presidente Lázaro Cárdenas, tal vez el más querido que México ha tenido. Caminamos por corredores y salones, como deslizándonos por gargantas al pasado. Tomo fotografías para que no se me olvide. No se me olvida, es la primera vez que entro a esta casa, pero no me queda duda que regresaré.
Entre pinturas magníficas y fotografías históricas de artistas desconocidos, divago tratando de revivir lo que aquí pasó, lo que aquí se dijo, tratando infructuosamente de atrapar el pasado. Iluso. Venustiano Carranza con barba resplandeciente y flanqueado por un águila gigantesca.

“Sufragio efectivo no reelección”, reza el pendón multicolor arriba de la imagen del primer jefe de la Revolución, Francisco I. Madero, montado en un corcel blanco entre soldados, niños e indígenas descalzos, tres palomas y tres perros. El campesino sentado en las alturas, al lado de un globo y la bandera mexicana, detenta orgulloso una pancarta: “Viva la revolución democrática”. Me invade el patriotismo.

Otra pintura muestra los esqueletos ensombrerados de Pancho Villa y Emiliano Zapata—imágenes que traslucen sus heroicas anatomías con las carnes pegadas a los huesos que enmarcan a los dos héroes revolucionarios, tan cómodamente sentados que parecen vivos. Con las manos posadas sobre la cachucha y el sombrero, desafiantes nos miran.

Y, por supuesto, un collage con portadas del general Cárdenas en medios internacionales que ilustran su lucha revolucionaria y libertaria. Lo imagino caminando por estos pasillos en sus anchos pantalones, con las manos atrás entrecruzadas, cavilando, soñando, luchando, resistiendo. Lo veo y lo escucho y lo siento en su día a día de imágenes proletarias, con sombrero al lado de un Mao Zedong (Mao Tse-tung) con cachucha, de un Nikita Jrushchov calvo, de un Fidel Castro en la Ciudad de México. Pero también lo imagino en la soledad del poder.
Y recuerdo a Lázaro, su nieto y a Cuauhtémoc, su hijo—a quienes conozco y admiro.

Mientras pienso en todo esto, salimos lentamente de la casa. Me regreso en el cablebús mirando sin ver la ciudad desde arriba, pero con las imágenes grabadas en la mente del Tata Cárdenas montado en su caballo blanco—cuando era joven y no era general, y al final de su vida cuando ya no era presidente.
