“El sueño del general empezó a desbaratarse en pedazos el mismo día en que culminó”.
-Gabriel García Márquez
A Patricia… tenías razón
DESCARGO DE RESPONSABILIDAD:
todo lo que se dice o se implica en este texto es producto de la imaginación del autor, excepto el último párrafo.
Mirando al cielo, con ojos entornados, enrollado en su hamaca preferida –la tricolor– al atardecer se mece descalzo el expresidente bajo un frondoso y amarillísimo guayacán. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda y otra vez a la derecha ondula como péndulo su cuerpo cansado, mientras que su mente se desliza en la penumbra densa que pronto lo envolverá, con todo hamaca y guayacán.
Es primero de octubre, su primer día después de su primera noche fuera de su amado Palacio Nacional. Aquella mansión imperial construida en el año 1502 por el Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin, sobre cuyas ruinas el Conquistador Hernán Cortés edificó su propio palacio. En donde, siglos después, vivieron virreyes y emperadores y despacharon Benito Juárez y Porfirio Díaz.
Despertó amargado, echando de menos la ondeante bandera tricolor gigante que cada día le hacía genuflexiones sólo a él. Amaneció lejano a su pueblo bueno, a la gloriosa plaza pública, a los micrófonos nacionales sedientos de sus infalibles palabras lentas, a las cámaras de la televisión ávidas de proyectar al mundo su rostro divino.
Bazar de las vanidades
Más que nada, extrañó a su estupendo séquito de lambiscones en el bazar matutino de las vanidades, en donde durante seis años con placer achicharró mexicanos en la hoguera pública, sólo por el hecho de disentir. O porque no se hincaban ante él y, por eso, le caían mal. En donde él era Ícaro y todos podían atestiguar, en vivo y en directo, el Nirvana nacional alcanzado, día a día, con la iluminación gracias a la liberación de los deseos, la conciencia individual, la reencarnación de todo lo divino en una sola persona.
Amaneció apartado de la omnipotencia que con tanta dedicación amasó durante sus dos mil ciento diecinueve benditos días de mandamás nacional, que ahora parecen tan distantes como si los hubiera vivido en otra reencarnación. Extrañó el poder que usó casi sin límites, el entrañable poder al que amó más que al amor. Hasta empalagarse. Si yo era bueno, ¿qué me pasó? ¿Cuándo me extravié? ¿Por qué tanta ambición, tanto rencor, tantas ganas de venganza? Quiso llorar, pero no pudo. Se carcajeó.
Si le preguntaran, sin dudarlo diría que lo que más le gustó de gobernar fue hablar y hablar y hablar sin parar, y que le escucharan sin chistar, cautivados todos por la sabiduría infinita de sus palabras y la claridad de su visión sobre el futuro de la Patria, el Universo y el Más Allá.
¿Me amo más de lo que me aman ellos o me aman ellos más de lo que yo me amo?, se preguntó, sabiendo la respuesta que el espejo le daría. Como buen Tlatoani, no dejó nada al azar. Él mismo hizo todos los preparativos para su partida, para asegurar que, cuando se marchara, su pueblo bueno y sabio lo siguiera queriendo con ese amor absoluto que nutría su inconmensurable ego. Por eso, él, sólo él, eligió a su sucesora.
“El amor de los pueblos tiene su precio, Excelencia”
¿Lo tirarán al basurero de los recuerdos malagradecidos de la historia, como al general una vez amado locamente y luego mil veces vilipendiado por el pueblo? Aquel que, como él, siempre encontraba algún culpable imprevisto de sus desgracias. “El amor de los pueblos tiene su precio, Excelencia”, alguien le sentenció a ese general en el laberíntico e ingrato final de sus últimos días.
¿Emprenderé un último y épico viaje triunfal para que me ovacionen al paso de mi apocalíptico tren militar tropical, o será mejor remontarme con rumbo desconocido de mi aeropuerto purificador y desaparecer como la deidad patriótica que encarné?, jugueteó. O, de plano, ¿debo buscar ser presidente otra vez para que de nuevo me amen mucho más de lo que me amaron la primera vez y me idolatren hasta el final de los tiempos, y más allá?
Le atrajo la última opción, pues estaba seguro de que su pueblo sabio lo recibiría con enjundia apoteósica, como lo merecía él, paladín de la libertad, Hércules azteca, Atlas latinoamericano, el más querido ejemplar de Homo sapiens que ha existido y existirá.
¿Voltearía a mirar atrás para ver qué país dejaba? ¿Mejor o peor del que dejaron los aztecas y los españoles y los franceses y los gringos y los neoliberales y los conservadores inútiles? ¿Más violento, más polarizado, más empobrecido? Primero mis pobres, como anillo al dedo —Sauron criollo, cíclope universal, torbellino maquiavélico, eso soy, principio y final de todo. Se regodeó en su genialidad lingüística. Otra carcajada.
¿Qué haré? ¿A qué dedicaré mi tiempo libre? ¿Escribiré otro libro sobre mi vida inmortal? ¿Se venderá? ¿Madrugaré? ¿Sentiré remordimientos? Despertó gritando, asustado y sudoroso, en medio de pesadillas con mulas negras que devoraban todo con sus dentaduras de oropel —tal y como soñó de niño el general. ¿Deliraba conscientemente?
Se durmió un buen rato sin darse cuenta de que había despertado y estaba soñando de nuevo, y con los ojos abiertos de par en par volvió a dormirse para continuar soñando, mientras miraba de reojo una estrella fugaz extraviada que le guiñaba el ojo.
Sin el poder se sintió abandonado
¡Abajo las feministas y las periodistas y las madres buscadoras y las juezas y las ambientalistas! ¡Que vivan los militares y los minotauros! Si ya dijo. ¡Que, a mí, no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley! “¿Qué dirían don Benito y los hermanos Flores Magón?”, le pareció que una voz susurraba en su oreja adolorida de tanto oír.
Detente enemigo que el corazón de Jesús está conmigo y me protege de todo mal, hasta del mal de ojo. Que sacrifiquen otra gallina en el Senado de la República en honor a mí —y a Tláloc, dios muy mexicano de la humedad.
Apenas el poder lo dejó, se sintió abandonado. Temía que, eventualmente, el deterioro físico y mental se acentuara a consecuencia de la soledad, la incomprensión, la confusión, el olvido, la inconsecuencia. Viejos amigos que no lo son más, ya nadie se sacrifica por defenderlo. Solo, está solo. La última noche, la última cena, todos son Judas. Nadie me reconoce: ¿a poco no saben quién soy? ¿Ya no tienen hambre, ni siquiera de tamales de chipilín?
Resguardado bajo el guayacán se preguntó lo único que le importaba en la vida: ¿seré repudiado u ocuparé ese pedestal traslúcido que antes de irme yo mismo minuciosamente me construí para estar muy cerquita de los otros héroes que nos dieron patria, apapachado por ellos, mis únicos iguales? ¿Narcisista yo? Qué va, todo es un complot de quienes quieren borrar de la historia mi monumental legado. ¡Ingratos, infames, traidores!
¿Y, ahora, qué sigue? ¿La Chingada o el exilio beisbolero en Cuba, en Venezuela o en Nicaragua, en donde lanzan la mejor pelota caliente del mundo entero?
¿Le quitará el sueño no haber cuidado la maravillosa biodiversidad mexicana, las áreas naturales protegidas que desatendió, la pesca ilegal, la vaquita del Alto Golfo de California, la falta de agua limpia, la contaminación atmosférica, el cambio climático, el abandono de la ciencia, la tecnología y los pueblos indígenas, y la selva y los cenotes y las cavernas mayas que estaban cuando llegó, pero que cuando se marchó habían desaparecido como por arte de magia? Carcajada.
Mi cuerpo ya no aguanta como antes, ya no me acuerdo de nada. Pásenme una silla que estoy muy cansado y me quiero sentar, pues ya no quiero estar siempre parado para que vean lo macho que soy. El viento sopló más fuerte, llevándose la humedad pegajosa que tanto lo atormentaba. Y le imploró a Eolo que, de paso, cargara con sus soledades hasta su amado Palacio Nacional que ya no era suyo. ¡Cuánto lo extrañaba!
¿En qué pienso cuando no estoy pensando? ¿En los niños enfermos de cáncer sin medicinas, en los miles y miles de muertos de la violencia, en los centenares de miles de muertos y los huérfanos del mal manejo de la pandemia, en los huesos perdidos de los miles de desaparecidos que yacen en fosas clandestinas perdidas implorando que no los olviden, en las madres buscadoras ninguneadas que no quise ver ni oír? Los feminicidios no son tales, de Ayotzinapa ya ni me acuerdo. Otra buena carcajada.
Yo encarno a la Patria
Pinches viejas feministas y científicos mentirosos y médicos chillones y periodistas mamones y jueces vendidos y ambientalistas pseudos. Y yo por qué ni los veo ni los oigo haiga sido como haiga sido ya sé que no aplauden yo tengo otros datos. Rio socarronamente, sorprendido de su ingenio para manosear la lengua.
¿Por qué ya nadie escucha los ecos de su propia locura? Mal haríamos. El destino nos pertenece. “Estados Unidos es omnipotente y terrible y su historia de libertad terminará en una plaga de miserias para todos nosotros” murmura en un rincón de su habitación el general, desvaneciéndose en el crepúsculo de su tan anunciado y amargo viaje de despedida.
Y, ¿si vuelvo a nacer? ¿Patear el pesebre, mentir, denostar, destruir reputaciones, aventar a la arena pública cada mañana para escarmentar a los que no se rinden ante mi encanto celestial? ¿Amenazar a tirios y troyanos sólo, porque, Yo sigo siendo el Rey? ¿Adular a mis amigos Donald, Vladimir, Nicolás, Miguel, Evo, Daniel? ¿Qué otro prócer me falta?
O, ¿pedir perdón y perdonar, amainar —aunque sea tantito— mi resentimiento, aunque eso no sea lo mío? “Tal vez todavía no sea tarde, Excelencia”, a regañadientes escuchó a su conciencia. Frunció el ceño y se volteó a la derecha en su hamaca favorita, la hamaca nacional.
Amo a los migrantes, yo encarno a la Patria.
Aunque navegue sin mí, este barco no zarpará ni atracará en ningún lugar. Encallará o se salvará, porque lo digo yo. Porque yo seguiré aquí, debajo del mismo guayacán, anegado en el mar de mi grandeza. Pero ¿por qué no puedo dormir?
Yo lo que más deseo en la vida es ¡ser presidente otra vez y vivir cien años cien veces más! ¿Héroe o villano? Es lo de menos, lo único que me importa es ser amado otra vez. Yo fui nostalgia del pasado, fui felicidad, fui futuro, fui inalcanzable, fui portento revolucionario, fui prohombre transformador, fui floreada esquina del amanecer.
Yo encarno al pueblo y a Benito Juárez y a Pancho Villa y a Emiliano Zapata y a los hermanos Flores Magón y a Francisco I. Madero y a Lázaro Cárdenas. A todos juntos, porque, al fin y al cabo, mi pecho es bodega sin fin.
Soy la reencarnación azteca, vibrante y milagrosa, de Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. Juntos somos la Santísima Trinidad. A regañadientes admito, no obstante, que no logré desbancar a Narendra Modi del primer lugar mundial como el líder más amado por el pueblo. ¿Por qué, si todos los hombres y mujeres me aman con sólo verme, como a ese joven griego que se enamoró de su propia imagen reflejada en un charquito? Pero, claro, es que la India tiene diez veces más pueblo que México. Modi me la debe y se la voy a cobrar, en esta vida o en la otra.
Pero, sobre todas las cosas, me precio de haber sido callejón sin salida. Última carcajada, la más amarga.
Ni mi sombra
Yo ya no soy lo que solía ser, una sombra, eso soy. Ayer maravilla fui, ¡ay Llorona!, y ahora ni mi sombra soy. Adiós, pero no crean que me voy. Soy un Titán. Soy mitológico. Abraxas tropical, las Furias de Dante, eso soy. ¡Yo ya no me pertenezco! ¿Será que la única que puede redimirme es la Virgen de Guadalupe?
Todo eso le pasaba por la cabeza en la antesala de su laberinto, a sabiendas de que el otoño de su vida implacable iniciaba hoy, el primer día del mes de octubre del año dos mil veinticuatro. Intentó dormirse, pero no pudo. Miró las estrellas perder su brillo, y entonces lloró hasta que se le secaron los ojos en el amanecer del segundo día lejos de su amado Palacio Nacional, esa mansión imperial que ya no le pertenecía.
“Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere”, le pareció escuchar a lo lejos, mientras que Pedro Páramo se alejaba sin voltear a mirar atrás.
En el sexenio de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) murieron más de 300,000 mexicanos que habrían podido salvarse si la pandemia no hubiera sido manejada tan mal (Comisión independiente de investigación sobre la pandemia del covid-19 en México), casi 200,000 mujeres y hombres fueron asesinados (TResearch International, con datos de la Secretaría de seguridad y protección ciudadana), más de 50,000 personas desaparecieron hasta llegar a casi 110,000 mexicanos desaparecidos entre 2000 y 2024 (Comisión nacional de búsqueda) y hubo casi 11,000 víctimas de secuestro (Alto al Secuestro).
Científico y ambientalista