Devoró selvas, derrumbó cuevas, secó cenotes, destruyó vestigios arqueológicos, vulneró la cultura y la vida misma de pueblos indígenas.
Amo los trenes. Desde niño me han maravillado sus rieles y sus vagones, la estación y el andén, la expectativa de la llegada y la partida, el maquinista experimentado soñador y el humo pródigo que en el horizonte veloz se desvanece en cámara lenta a medida que la locomotora avanza decidida.
El tren simboliza anticipación y despedida, movimientos rectilíneos uniformes y sinuosos, sencillos pero elegantes. Tren rompeolas, tren parapeto, tren muelle de adioses, bienvenidas y reencuentros. Chu chu de risas y llantos, de presencias y ausencias, de flujos de emociones pasajeras o indelebles, de amores y desamores que se entrelazan serpentinos como una vorágine. El tren, todos los trenes.
El tren, trotamundos metálico que constantemente se marcha, pero que inevitablemente regresa a su punto de partida. Pura vida ferrocarrilera, simple, amorosa, eterna vida ferroviaria. El beso perdido.
Como secuencia fotográfica, en el tren uno ve pasar en cámara rápida paisajes y poblados, caras extrañas y espíritus efímeros. A izquierda y derecha, ante los ojos expectantes del viajero, el tren se detiene en estaciones donde desconocidos suben y bajan andenes en un ritual predecible, maravilloso, que se anhela perpetuo.
Observadores habituales aguardan con ansia matutina o vespertina la llegada del tren en la plataforma ferrocarrilera. No porque esperen amigos o familiares, no porque viajen a ningún lado. Sólo porque el tren trae vida y al hacerlo se vuelve parte de la suya. En cada estación, niños y viejos soñadores con nostalgia miran el último vagón desaparecer en la lejanía, borroso, arrastrado por la humeante locomotora. Chu chu, se escucha a lo lejos, chu chu.
Ese tren de pasajeros agradecidos y observadores contentos que siempre regresa, viene de vuelta y con él la dicha de todos al verse nuevamente en el reflejo de sus añoranzas. Otro beso perdido. Por eso, de alguna manera, viajar en tren es viajar en el tiempo. Los trenes me evocan infancia, telégrafos, conexiones cósmicas, amores imposibles. Dirán que idealizo los trenes y tienen razón.
Debe ser por lo que me contaron de mi abuelo paterno. Aquel telegrafista rural, perspicaz y bonachón que cariñosamente llamaba patojitos a sus nietos –tal vez por nuestro caminar de ánades meneándonos de un lado al otro en constante algarabía – cuyo imperdonable extravío social fue enamorarse y ser correspondido a escondidas por una doncella de alta cuna –la abuela que nunca conocí, para quien teclear a Chopin en el piano en festejos familiares era la gran misión a la que sus padres la habían encomendado.
Abelardo y Clementina vivieron un romance entre teclas, un amor telegráfico que aquella familia aristocrática jamás les perdonó. Un amor ferrocarrilero de sonatas y preludios como improbable unión de dos vías.
Esos recuerdos infantiles me asaltaron hace exactamente cinco años cuando de nuevo empecé a pensar en trenes, esta vez en uno que amenazaba con mancillar selvas y pueblos. Esbocé borradores de textos inconclusos surgidos en viajes ocasionales a la Península de Yucatán, en donde intenté vivir a la carrera algo de lo mucho que pronto tal vez perderíamos –selvas, cenotes entradas al inframundo mexicano, portales de aguas azules, lenguas y bocas, ojos y pulmones, peces ciegos, tortugas, iguanas, sapos y ranas, golondrinas y el pájaro Toh. Estalagmitas, estalactitas, murciélagos y las huellas sagradas de nuestros ancestros.
Porque en la Península de Yucatán vive la oscuridad eterna –escuchemos al cenote, a la selva, a los murciélagos que vuelan y rozan las estalactitas que cuelgan del techo de las cuevas. Ese resplandor musical sólo visible para aquellos convencidos de que la frontera entre aire y agua no es más que un espejismo.
Lástima que se perdió la oportunidad de construir un tren para honrar y respetar a la selva respondiendo a las necesidades y aspiraciones de los habitantes de la península maya. Podría haber sido un proyecto grandioso desde el punto de vista económico, social, cultural, ambiental, arqueológico y hasta espiritual. Y es que los trenes hay que planearlos y hacerlos bien, sobre todo los que atraviesan selvas tropicales biodiversas que resguardan saberes y culturas ancestrales –protegiendo a la naturaleza y considerando los impactos y beneficios para los pueblos que viven en ella y de ella.
Lástima del chu chu que no fue.
Porque hoy sólo nos queda un tren fantasma, un tren que en realidad no llega ni sale de ningún lado. Un tren sin maquinista y sin destino y sin herencia que devoró selvas, derrumbó cuevas, secó cenotes, destruyó vestigios arqueológicos, vulneró la cultura y la vida misma de los pueblos originarios, extraordinario patrimonio biocultural de México y la humanidad.
Sólo fue un espejismo, un sueño guajiro ferroviario que nació descarrilado y terminó en un choque de trenes entre defensores de la naturaleza y pueblos indígenas, por un lado, y la intransigencia y el poder absoluto, por el otro.
Aun así, amo los trenes…excepto a ese que profanó la selva maya.