¿Cómo se atreve el Parlamento europeo a opinar sobre asuntos de un país como México, que es libre, independiente y soberano? Se atreve porque puede y porque hay señales que ponen en duda la soberanía del Estado mexicano, al menos aquella que le gustaría presumir a las dirigencias gubernamentales de este país.

Por Arturo Peláez Gálvez
 

La soberanía nacional es uno de esos temas que se fueron hilvanando pacientemente en la cultura mexicana, a través de los cursos de historia oficial, para persuadir a su auditorio en torno a los agravios cometidos por potencias extranjeras, y sobre la irremediable condición doméstica, siempre en posición defensiva para poner a salvo la «soberanía nacional».

Durante los últimos 100 años el público mexicano escuchó a sus gobernantes hablar de la soberanía para repudiar la injerencia política de los Estados Unidos, pero para dar la bienvenida a sus flujos de inversión; se invocó la soberanía nacional para reivindicar el control sobre los hidrocarburos en 1938, pero no para desarrollar una tecnología autónoma, ni menos vanguardista en la explotación de esos preciados recursos; en los 90 el gobierno repudió el secuestro de un ciudadano mexicano vinculado en el caso Camarena, pero tuvo que tolerar con amargura las sucesivas certificaciones de colaboración en materia de drogas. Y así sucesivamente, la soberanía nacional ha salido al auxilio de las narrativas de gobiernos que enfrentan situaciones difíciles.

Actuar en favor de la soberanía nacional garantiza una renta política, siempre disponible como parte de los activos simbólicos que se entregan a la jefatura del Estado mexicano cada 6 años. Pero como cualquier activo, también es susceptible de ser incrementado si se usa prudentemente, y en circunstancias que hagan escalable su valor. Lo contrario también sucede: a fuerza de ser invocada para evitar la mirada externa ─bien o malintencionada─, la soberanía se desgasta, se hace trivial, se vacía de fuerza.

Más allá de los significados, pasemos ahora al ámbito de los hechos. ¿Hay soberanía cuando un acto de autoridad se ejerce ilegal e impunemente? ¿Es soberano un país donde el imperio de la ley se negocia, se alterna o se diluye con el poder fáctico que ejercen organizaciones criminales en comunidades, territorios y aparatos del Estado? ¿Se puede hablar de soberanía cuando persisten arreglos informales para decidir, selectivamente, quién merece justicia y quién no? ¿De qué clase de soberanía hablamos cuando las víctimas de los delitos tienen que adivinar si están interactuando con un agente del Estado, con un agente criminal o con ambos al mismo tiempo?

La respuesta a las anteriores interrogantes apunta a una fisonomía más realista de la soberanía nacional. Como explica Rachel Sieder, no estamos hablando de la soberanía promulgada formalmente en los textos constitucionales, ni en las declaraciones diplomáticas; sino aquella variedad de soberanías en las que se traslapan diversos criterios de poder y autoridad.

Si hablamos de soberanía para averiguar quién tiene el derecho decidir, legítimamente, quién vive y quién muere en este país, la respuesta hace mucho tiempo que no cabe en los contornos del Estado. Si se aplica la pena de muerte a una decena de personas en San José de Gracia hay una soberanía compartida. Si

el ejercicio del periodismo coloca una diana en la espalda de quienes lo ejercen, la soberanía se hace relativa. Si una autoridad aplica o deja de aplicar la ley, según su criterio personal y no según el contenido expreso del Poder Legislativo que le dio origen, tenemos una soberanía al gusto del usuario.

En fin, si lo que importa es poner a salvo es la soberanía nacional, lo más sensato es asumir, primero, que la soberanía nacional hace tiempo que se encuentra traslapada. Invocarla es útil, dotarla de realidad es mejor.

Investigador del Observatorio Nacional Ciudadano
@PelaezGalvez

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