Por: Augusto Chacón
En cuál momento de las últimas décadas se nos ocurrió suponer que las autoridades, las que sean, de cualquier orden de gobierno, de alguno de los tres poderes, están para resolver los problemas de la sociedad. La cuestión gana profundidad si la complementamos: de dónde sacamos que aquéllas deben atender las dificultades que las y los mexicanos, de estado en estado, de municipio en municipio, expresen desde su experiencia, digamos, la percepción de inseguridad (o que las calles están maltrechas, por ejemplo).
Ya instalados en el deporte nacional de buscar culpables, a quién se le ocurrió el exotismo de proponer que los ordenamientos legales se refieren a la vida objetiva de las personas; es como si alguien con delirios utópicos hubiera imaginado que la Constitución y sus apéndices jurídicos delinean los modos, idénticos para todos, que garantizan vivir en comunidades libres, igualitarias, democráticas, justas y seguras.
De una vez por todas: es momento de saber cómo se llama la idealista, el idealista (quizá sean varios), que sugirió que es responsabilidad de los gobiernos disponer los instrumentos y el presupuesto para que las leyes tengan su reflejo más intenso en la vida de las personas, para bien.
Si miramos los indicadores de inseguridad (los de otras materias también) las dudas planteadas en el párrafo inaugural lucen pertinentes; para frasearlo con una imagen que se desprende de los datos que, de cuando en cuando, ofrece el presidente de la República: el número de homicidios dolosos llegó a una cima muy alta y, afortunadamente, dice él, ahí se han mantenido, de repente baja, dice él, aunque la merma luce como un resbalón azaroso de la incidencia criminal, decimos los demás; las violencias contra las mujeres aún buscan su cumbre, escalan con agilidad; la extorsión es la grieta en la montaña, que solemos no ver, pero aquel que da un paso equivocado, digamos, emprender un negocio o tener familia, puede terminar en un abismo insondable; los delitos patrimoniales son parte del paisaje, delinean en el horizonte un zigzag como el macizo de una sierra imponente, nomás de mencionarla nos arredramos: muchos miedos cotidianos, diurnos y nocturnos, se desprenden de ella.
Y si la seguridad ciudadana no es secuela virtuosa de las normas legales, y si aquélla no es posible desde las determinaciones políticas, consecuencia del talante ético de las y los gobernantes, y si implorar piedad tampoco sirve de algo, qué sigue, o mejor: qué hacemos. De entrada, podemos hacer una lista breve, mera muestra, de lo que hemos hecho; de la vertiente ciudadana se conocen medidas contundentes: alambres de púas, bardas, policías privadas, alarmas, mudar hábitos, desconfiar e individualizarse (no ha servido de tanto o quizá por todo esto no estamos peor). De la ladera de quienes gobiernan suceden discursos con promesas, con transferencias de responsabilidad (a otros, al pasado, a la pobreza); hacen reformas legislativas, crean cuerpos de seguridad y no faltan los chispazos de coyuntura (como combatir a los delincuentes instalando bancos del Bienestar).
En común hemos emprendido la colección de cifras y con éstas la estadística, y es con ella en mente que arrancamos esta reflexión: es elocuente, hay muchas, muchos, en los gobiernos, por todo el país, que no hacen lo que les corresponde, y las cosas en seguridad sólo cambiarán si las y los responsables comienzan a actuar de otra manera, por ejemplo, ceñidos a lo que marcan las leyes y convencidos de que en ellas están los anhelos compartidos que nos hacen una sociedad.
@jaliscomovamos