El artículo 19 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño define la violencia como toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un representante legal o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo.
Desafortunadamente, a pesar de la prohibición de estas formas de violencia en la normativa nacional e internacional, las infancias acusan especial vulnerabilidad, de tal suerte que su erradicación se yergue como un reto insoslayable para los gobiernos del mundo. En México, de acuerdo con datos de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), en materia de corrupción de menores, extorsión, feminicidio, lesiones y secuestro, de enero a marzo de 2022 se han registrado más delitos contra la infancia que durante el mismo periodo de 2021.
A ciencia cierta, se sabe que la violencia en las infancias desata consecuencias devastadoras en el desarrollo de la personalidad. La Organización Mundial de la Salud refiere el hallazgo de estudios recientes sobre la mayor proclividad de los adultos que sufrieron maltrato en la infancia a experimentar problemas conductuales, físicos y mentales, lo que pone al descubierto la existencia de consecuencias a largo plazo.
Además de las consecuencias físicas y sociales, la violencia infantil conlleva impactos económicos. Nada tiene de extraño que el consenso internacional la reconozca como un impedimento para el desarrollo sostenible y que su erradicación sea un objetivo consignado dentro de la Agenda 2030. Sin demérito de ello, justo es advertir que su realización entraña la superación de desafíos de alta complejidad, comenzando con la medición de la violencia contra niños, niñas y adolescentes, la construcción de las líneas de base y la identificación precisa de las categorías más vulnerables.
A este respecto, téngase en cuenta que la denuncia cubre sólo una ínfima proporción de los actos de violencia contra la infancia. Las víctimas más pequeñas que sufren violencia en sus hogares, por lo general, carecen de la capacidad de denunciar, temen a las represalias de los adultos o piensan que la intervención de las autoridades empeorará la situación.
Otros aspectos dignos a considerar son el déficit de instancias profesionales responsables de registrar y de investigar a fondo las denuncias de violencia contra niños y niñas; o bien, que donde existen estadísticas oficiales basadas en denuncias, suele subestimarse drásticamente la magnitud del problema.
La lista quedaría incompleta sin mencionar el patrón del silencio de los padres y madres cuando el victimario es el cónyuge u otro miembro de la familia, que se potencia en culturas patriarcales en las que se confiere mayor relevancia al honor de la familia que a la prevención del abuso infantil.
Existe una persistente aceptación social de algunos tipos de violencia contra niños y niñas como una parte inevitable de la niñez, sobre todo si el castigo es “razonable” y no hay daño físico visible y duradero. De acuerdo con la UNICEF, un gran porcentaje de niños entre dos y cuatro años experimenta formas violentas de disciplina en el hogar, a pesar del impacto negativo y continuo para los niños. Datos de 62 países muestran que, de media, 4 de cada 5 niños entre los 2 y 14 años son víctimas de algún tipo de práctica disciplinaria violenta en casa, con porcentajes que van desde el 45% en Panamá al 95% en Yemen.
Llegó el tiempo de actuar en concordancia con el entender de que la vulnerabilidad de las infancias a las violencias pasa por la denuncia y la superación de la invisibilidad
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@ixchelba