La corrupción como fenómeno conductual es el resultado de un Estado debilitado y con poca capacidad de gestionarse y controlarse mediante la estructura actual. Además, la falta de regulación y supervisión de la gestión pública es el escenario perfecto para la propagación de esta conducta. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2019, a nivel nacional, el 87% de las personas consideran que los actos de corrupción son frecuentes o muy frecuentes.
Asimismo, la corrupción como problema sistémico en México ha impactado en la conformación de instituciones y su funcionamiento interno, así como en la interrelación entre ellas y las personas. Una de las consecuencias de la corrupción sobre la administración de un país es que se permee una actitud de desesperanza y frustración que derivan en una crisis de gobernabilidad.
En este contexto, se han buscado soluciones aisladas para un problema que es multifactorial y que no sólo involucra a distintos actores, sino que los afecta de distintas maneras. En 2015, los esfuerzos se tornaron en una estrategia para la creación y fortalecimiento de instituciones para el combate a la corrupción. Con ello surgió el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) y, a la par, se expidió diversa normativa para la su implementación.
El objetivo del SNA es el de coordinar a los actores para el mejoramiento de los procedimientos de prevención, investigación y sanción de actos de corrupción. En este sentido, además de la creación de un sistema nacional, surgió la necesidad de definir una estructura local para la implementación de la estrategia. Para ello, crearon las fiscalías anticorrupción locales que, por medio del trabajo ministerial especializado, atienden los casos de corrupción.
Actualmente, en México se han conformado 29 fiscalías anticorrupción; lo cual implica que el primer paso está dado en gran parte de los casos. Sin embargo, como toda institución de reciente creación, existen aspectos que deben atenderse de manera prioritaria, a fin de garantizar la eficacia y eficiencia en los procesos que implementan.
El primer reto para estas fiscalías anticorrupción es la adquisición de autonomía frente a las fiscalías generales. La atención a este aspecto es fundamental, ya que impacta sobre la creación y el fortalecimiento de distintas capacidades institucionales. En ese sentido, resulta necesario que cuenten con la capacidad de nombrar a sus titulares de manera independiente, con base en criterios de aptitudes y conocimientos especializados.
Asimismo, la autonomía se plantea también en el ámbito presupuestal, a fin de que sus operaciones no dependan de la disponibilidad y asignación desde las fiscalías generales. Ello impactaría en la eficiencia de los procesos, así como en la conformación de una estructura humana suficiente, especializada y capacitada en los temas de combate a la corrupción.
Claro que esta propuesta no significa una desarticulación ni de las fiscalías generales ni del resto del entramado institucional para el combate a la corrupción. Por el contrario, se busca que la autonomía derive en la creación de canales de comunicación formales, criterios de colaboración y plataformas para el intercambio de información.
Es un hecho que el tema de la autonomía no es el único pendiente en la conformación de estas instituciones de combate a la corrupción; sin embargo, sí representa uno de tantos, que desde la raíz definirá la precisión en los procesos y de los resultados que se obtengan.
@_dianasanchezf