Por FLAVIA FREIDENBERG
La democracia latinoamericana está en un punto crítico. Según V-Dem (2024), 7 de cada 10 países muestran signos de erosión democrática, mientras The Economist Intelligence Unit (2023) señala que sólo Uruguay y Chile mantienen una "democracia plena". El índice de Integridad Electoral (PEI) registra una caída de 8 puntos en la última década y el Latinobarómetro (2023) reporta que el apoyo a la democracia cayó al 48%, el nivel más bajo desde 1995. IDEA International (2023) advierte que 6 países de la región han retrocedido en indicadores clave de calidad democrática mientras que otros casos -como Venezuela o Nicaragua- han dejado de ser democracias. Países que mantienen formalidades democráticas experimentan paulatinamente un vaciamiento de sus instituciones, cooptación de poderes y desconfianza generalizada.
La proliferación de estrategias de medición no ha mejorado necesariamente nuestra capacidad para detectar y prevenir el deterioro democrático. Las trampas metodológicas son múltiples y sus consecuencias, graves. La primera trampa está en los conceptos: evaluamos la democracia desde nuestras propias ideas sobre lo que ella debería ser, no desde lo que es. La segunda trampa radica en reducir la democracia a variables fácilmente medibles, ignorando aquello que se nos dificulta parametrizar. Nos concentramos en contar elecciones, registrar alternancias en el poder, contabilizar partidos o en los resultados de algunas preguntas en sendas encuestas, mientras aspectos más sutiles, pero igualmente cruciales -como la calidad del debate público o la autonomía real de los poderes- quedan relegados por su dificultad de medición. Los índices pueden desestimar factores cruciales como la desigualdad económica o la captura del Estado por grupos de poder fácticos. En Guatemala, los 13 intentos de la Fiscalía por impedir la toma de posesión del presidente Arévalo evidencian cómo el deterioro democrático opera a través de mecanismos formalmente legales.
Una tercera trampa es la dependencia excesiva de indicadores formales. Medimos la existencia de instituciones democráticas, pero ¿cómo capturamos su funcionamiento real? En América Latina, donde las instituciones formales frecuentemente coexisten con prácticas informales que las contradicen, esta brecha entre lo formal y lo real distorsiona nuestras evaluaciones. Otro problema está en el tipo de datos que usamos. Las evaluaciones basadas en percepciones pueden diferir radicalmente de aquellas realizadas con datos objetivos. El Salvador ilustra esta disyuntiva: mientras los indicadores formales muestran un sistema democrático funcional, la realidad revela una preocupante concentración de poder. La aprobación ciudadana del 90% a Bukele coexiste con el debilitamiento sistemático de controles institucionales.
Los índices también fallan en capturar procesos graduales de erosión. La quinta trampa está en la temporalidad de las mediciones que suelen ofrecer "fotografías" anuales, pero la democracia es un proceso dinámico. La erosión raramente ocurre mediante rupturas abruptas; más bien se manifiesta en degradaciones graduales que los instrumentos de medición, enfocados en cambios dramáticos, tienen dificultades de capturar adecuadamente. En Panamá, las movilizaciones ciudadanas y el apoyo a candidaturas de libre postulación señalan una crisis de representación que los indicadores tradicionales no registran adecuadamente. La polarización agrava estos desafíos. En México, la desconfianza hacia los órganos autónomos refleja no solo el descontento institucional sino una polarización que contamina cualquier evaluación del sistema. En Argentina, la animadversión hacia "la casta" parece traducir el cuestionamiento al régimen democrático, confundiendo gobierno con sistema político.
También enfrentamos el problema de las fuentes. La mayoría de los índices dependen de evaluaciones de personas expertas que, aunque resultan valiosas, no están exentas de sesgos. La subjetividad inherente a estas evaluaciones se amplifica cuando se comparan realidades nacionales diversas y complejas. El hecho de que los marcos conceptuales hayan sido pensados para evaluar sistemas institucionalizados también condiciona los resultados de los análisis. ¿Cómo medimos, por ejemplo, el pluralismo político en contextos donde el poder real no siempre reside en las instituciones formales? ¿Cómo evaluar la libertad de prensa donde la autocensura es más significativa que la censura directa? La comparabilidad regional representa otro desafío metodológico. Las diferencias en los procesos de democratización, las estructuras sociales y los contextos culturales hacen que indicadores aparentemente similares tengan significados muy distintos en diferentes países.
Una mala evaluación de la democracia tiene consecuencias prácticas significativas, ya que puede influir en el voto, en la asignación de recursos o en las percepciones internacionales sobre el sistema. Un diagnóstico impreciso puede llevar a prescripciones equivocadas. ¿Qué podemos hacer? Se requiere innovación metodológica pero también voluntad política. Necesitamos nuevas metodologías que integren indicadores sensibles a procesos graduales de erosión democrática; métricas que capturen dinámicas informales de poder, evaluaciones que distingan entre crisis de gobierno y crisis de régimen y mediciones que incorporen la experiencia ciudadana con la democracia. La triangulación de diferentes tipos de datos puede ofrecer una imagen más completa y matizada de los procesos políticos. Esto implica desarrollar indicadores que hasta ahora han estado ausentes como los que permitirían medir la calidad del debate público, la efectividad de los mecanismos de rendición de cuentas o la capacidad de las instituciones para canalizar el conflicto social.
Fortalecer las democracias implica desarrollar instrumentos que detecten tempranamente señales de deterioro institucional. La agenda pendiente debe impulsarse de manera multisectorial y multipartidista, convirtiéndose en una política de Estado para evitar lo que retrocede, sostener lo que resiste y abonar a la capacidad de resiliencia de las instituciones. Solo así podremos evitar que las trampas metodológicas se conviertan en trampas políticas que profundicen la crisis democrática regional.
Flavia Freidenberg es Investigadora Titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México y Directora Académica del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina, un proyecto de innovación democrática de la OEA y el IIJUNAM.