Por: Yuri Beltrán
La inteligencia artificial (IA) lleva ya tiempo teniendo efectos importantes en algunos ámbitos de la vida humana, notablemente el comercio, el transporte y las finanzas. Como consecuencia de esos impactos, otras arenas se cuestionan si la IA ofrece beneficios o impone riesgos.
Todavía no hay claridad sobre el sentido y magnitud de los cambios, pero hay certeza de que la IA se mueve más rápido que las reflexiones sobre su implantación en la sociedad. Quizás por ello, historiadores de fama mundial como Yuval Noah, han caracterizado a la IA como el más importante desafío que haya tenido la humanidad.
Es esa velocidad –también– la que explica que el Presidente Biden haya emitido recientemente una Orden Ejecutiva que pretende poner orden a la investigación y desarrollo sobre IA. Así, por ejemplo, se requiere que las empresas compartan los resultados de sus pruebas de seguridad con el gobierno, se prohíbe el uso de IA con determinadas sustancias biológicas y se obliga a que el gobierno distinga sus mensajes auténticos de aquellos emanados de la inteligencia artificial. La disposición normativa previene también contra el posible uso de IA para discriminar a personas o grupos en actividades sensibles, como la impartición de justicia.
Para los estudiosos de las elecciones, el posible impacto de la IA sobre la democracia ha pasado a ser un tema central en la agenda. ¿Hay riesgos importantes que no estamos alcanzando a ver? ¿Puede esta tecnología confundir la manera en que las sociedades agregan preferencias para otorgar mandatos claros de gobierno?
Para abordar esas cuestiones es necesario desmitificar la idea sobre la existencia de una inteligencia artificial general que pueda actuar en distintos contextos y razonar como lo hacen los humanos. Todavía no existen esas tecnologías. Actualmente sólo se han conseguido aplicaciones muy concretas que han funcionado bien en tareas específicas. Lo que sí es cierto es que algunos modelos han logrado tener un aprendizaje vertiginoso, lo que ha abierto las ventanas para especular sobre eventuales aplicaciones en el futuro.
En el ámbito electoral hay promesas evidentes. Destaca, por ejemplo, la posibilidad de transformar la manera en que se hace la geografía electoral, para –al mismo tiempo– optimizar variables demográficas y de conectividad, al tiempo que se logra procesar las identidades entre grupos sociales diversos.
Del mismo modo, la incorporación de inteligencia artificial puede mejorar los esquemas de fiscalización, al detectar gastos e ingresos inverosímiles, o bien predecir conductas financieras irregulares. La altísima carga de trabajo del INE y de otros organismos que revisan las finanzas partidistas, bien puede apoyarse en estas tecnologías para ser más eficientes.
Pero es en el ámbito de las campañas donde los efectos más visibles ya se empiezan a sentir. Por un lado, las y los estrategas recurren con frecuencia a la IA para la elaboración de contenidos. El MIT advierte que es frecuente también que se prueben mensajes en simuladores artificiales, antes de difundirlos frente a ciudadanía real.
Hay riesgos que vale la pena tomar en cuenta. En primer término, los asociados a fotografías o audios apócrifos que se puedan difundir para empañar la imagen de alguna candidatura. En segundo lugar, los problemas asociados a la microsegmentación u otras herramientas utilizadas para que una candidatura difunda a cada audiencia lo que quiera escuchar, sin reparar en la posibilidad de proponer lo opuesto a otro público.
Si no se desmitifica y se controla el cambio, la inteligencia artificial puede erosionar la confianza de la ciudadanía en los procesos comiciales. Este tercer aspecto es –a mi modo de ver– el principal desafío, para el cual, afortunadamente, hay soluciones posibles.
Investigador del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina