Por: Simón Pachano
La disolución de la Asamblea Legislativa por el presidente Guillermo Lasso constituye un hecho inédito en Ecuador y, en general, muy poco frecuente en los regímenes presidencialistas latinoamericanos. Este episodio fue la conclusión de una larga pugna -de las muchas que han marcado la historia reciente de este país- entre el legislativo y el ejecutivo. Después de un intento de destitución del presidente por parte de la Asamblea, realizado en junio de 2022 en medio de protestas violentas, se conformó una coalición mayoritaria para impulsar el juicio político que culminó después de más de dos meses con la decisión presidencial. Al contrario de lo que anunciaban las declaraciones previas de algunos dirigentes de la oposición, las organizaciones políticas y sociales empeñadas en la destitución acataron la decisión y no hubo más manifestaciones de protesta que dos recursos presentados ante la Corte Constitucional que fueron rápidamente rechazados por esta.
En términos generales, esos fueron los hechos. El desenlace contrasta con lo ocurrido en las tres ocasiones anteriores (1997, 2000 y 2005) en que los presidentes fueron derrocados por golpes de Estado, justificados a posteriori con las decisiones del legislativo que dieron paso a la sucesión constitucional o a la instauración de un interinazgo no contemplado en la Constitución. A la luz de esas experiencias resulta inevitable preguntarse por los factores que impidieron que en esta ocasión se tomara el mismo camino, lo que puede desembocar en la consideración de una gama muy amplia de hechos previos y de supuestos de diversa naturaleza. De todo ese conjunto, cabe destacar dos elementos propios del diseño institucional y la manera en que estos condicionaron las conductas de los actores políticos y sociales.
La Constitución expedida en 2008 le otorgó al presidente de la República la facultad para disolver la Asamblea legislativa “si de forma reiterada e injustificada obstruye la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo o por grave crisis y conmoción interna” (artículo 148). Como contraparte, en un intento de parlamentarizar al régimen, a la Asamblea se le asignó la facultad para destituir al presidente sin juicio político por “arrogarse funciones que no le competan constitucionalmente (… o por) grave crisis política y conmoción interna” (artículo 130). La aplicación de cualquiera de las dos disposiciones debería llevar a la finalización del mandato del presidente y de los asambleístas y a la convocatoria de elecciones anticipadas para el resto de los respectivos períodos. De ahí nació la denominación coloquial de muerte cruzada.
Pero, la realidad era que este diseño reforzaba el poder presidencial, ya que la Asamblea debía obtener previamente el dictamen favorable de la Corte Constitucional y contar con el voto favorable de las dos terceras partes de sus integrantes, que son obstáculos difíciles de salvar (como se constató en junio de 2022). Además, en caso de disolver la Asamblea, el presidente de la República se mantiene en el cargo hasta ser reemplazado por quien resulte elegido (que puede ser él mismo) y puede expedir decretos-leyes de carácter económico que deben ser calificados por la Corte Constitucional. Este desequilibrio fue una de las razones por las que se calificó a la Constitución como hiperpresidencialista y a estas disposiciones como un escudo para Rafael Correa, el presidente de ese momento y que había impulsado la Asamblea Constituyente. Lo que nunca estuvo en los cálculos de quienes la diseñaron fue que sería utilizada en su contra.
Contar con esa facultad al alcance de la mano (literalmente, solo con su firma) es una tentación para cualquier mandatario, mucho más para uno débil y asediado como fue el caso de Guillermo Lasso desde su posesión. Después de una exitosa campaña de vacunación, el presidente vio cómo se deterioraba aceleradamente su imagen. Con una bancada legislativa inferior a la décima parte de los integrantes de la Asamblea, sin un partido consolidado, con una visión política que confiaba en el goteo que se produciría a partir del ordenamiento de las variables macroeconómicas y con una oposición que buscaba su derrocamiento, era muy poco lo que podía hacer para salir del atolladero. Su debilidad, sus errores y su ceguera política postergaron hasta el último momento la decisión. La tomó solamente cuando comprobó que existía la mayoría necesaria para censurarle. La expectativa nada agradable para los asambleístas de perder su escaño fue el factor que rompió barreras ideológicas y de cualquier naturaleza (a diferencia de la muerte cruzada, con el juicio político debe producirse la sucesión constitucional por el vicepresidente y los asambleístas mantienen sus cargos). En consecuencia, y para decirlo con los términos utilizados, los asambleístas se encontraron ante el dilema de matar o morir, mientras al presidente solo le quedaba la opción de morir, sea por mano ajena o por la propia. Optó por esta última, por morir matando, que es hacia donde conduce inevitablemente el diseño institucional en situaciones como esta.
Más allá de los aspectos coyunturales, las lecciones que deja esta primera experiencia de aplicación de esta disposición son absolutamente contrarias a las que imaginaron los autores de la Constitución. Si se la pensó como una solución no traumática para la pugna de poderes, la realidad demostró precisamente lo contrario. El período que se abre es de extrema incertidumbre, con un presidente que tiene un horizonte de tiempo indefinido (ya que no están establecidos los plazos), en el que tendrá fuertes incentivos para romper amarras económicas, fiscales y legales con el fin de dejar una imagen positiva. Mayores y más graves serán esos incentivos si el presidente decide candidatizarse para la elección anticipada. Además, todo ello ocurre en medio de un proceso electoral que no podrá ofrecer las garantías adecuadas para el juego limpio y para la expresión responsable de la voluntad ciudadana (a manera de ejemplo: el período establecido para la campaña electoral, en el que se puede hacer publicidad, será de siete días, lo que constituye una invitación a la violación de la ley).
No solo el período abierto con la disolución de la Asamblea se configura cargado de incertidumbre, sino que también lo será el que se iniciará después de la elección anticipada. Las autoridades elegidas en esta apenas tendrán un mandato de aproximadamente dieciocho meses y deberán desempeñarse en un contexto marcado por la contienda electoral que deberá realizarse en enero de 2025 (cabe suponer el caos que se produciría si un mandatario aplicara esta medida el último día de su tercer año, que es el límite establecido constitucionalmente). En síntesis, la aplicación de la disposición constitucional concebida como antídoto para la inestabilidad ha configurado una situación más compleja que la que buscaba superar. Si la decisión de Guillermo Lasso fue producto de su propia debilidad y de la desesperación, la pudo tomar porque estuvo amparado e impulsado por un absurdo diseño institucional. Con ello, quedó sentado un mal precedente y se hicieron evidentes los efectos negativos de un diseño institucional que fue ideado para proteger al presidente del momento y, como lo sostuvieron algunos de sus autores, para que quedara como una amenaza. Era inevitable que un presidente transformara la amenaza en realidad.
Flacso, Ecuador, Investigador del Observatorio Reformas Políticas en América Latina