Por Erika Estrada Ruiz
La lucha por la inclusión democrática ha sido una lucha por el respeto a la diferencia y a la diversidad. Ha significado la custodia y protección de la representación política de grupos en situación de vulnerabilidad. Ha sido, a grandes rasgos, una defensa en contra de la discriminación, la invisibilización y la intolerancia que, en el campo electoral, puede traducirse en condiciones que obstaculizan el pleno ejercicio de los derechos de las personas -ya sea en su derecho a elegir o en ser electo o electa-, debido a su pertenencia a uno de los grupos históricamente marginados (mujeres, comunidad LGBTTTIQ+, afrodescendientes, personas de identidad indígena, con discapacidad, en situación de calle o privadas de libertad, migrantes, víctimas, entre otros).
Pese a que la igualdad y la prohibición a la discriminación son dos piedras angulares de los sistemas de derecho y de la cultura de la legalidad, las críticas más recurrentes a la democracia han señalado precisamente su incapacidad para gestionar adecuadamente en la praxis las necesidades de quienes han sido excluidos desde el poder político, así como las dificultades que presentan las democracias liberales para enfrentar las desigualdades económicas y culturales.
Revertir estas desigualdades pasa necesariamente por incrementar la presencia de estos grupos en espacios de representación política. Para ello, el Estado debe hacer esfuerzos por atacar la discriminación que se produce cuando la normativa, aparentemente neutra, es susceptible de generar una desventaja para las personas que pertenecen a algún grupo de atención prioritaria. En este sentido, se han implementado acciones afirmativas a favor de estos grupos, que, dependiendo de su efectividad, pueden traducirse en medidas a largo plazo en defensa de la plena integración social y la efectiva participación político-electoral de todas y todos.
Aunque el proceso de transición hacia una democracia más incluyente ha sido largo en México, sirve de referente para la región. Lo que empezó con acciones afirmativas, como las cuotas de género, resultó tener impactos muy significativos en el sistema electoral en materia de igualdad. Ahora, el país no sólo cuenta con un Congreso paritario a nivel nacional, sino que ha ampliado progresivamente el número de fórmulas que los partidos políticos deben postular de forma obligatoria correspondiente a diversos grupos en situación de vulnerabilidad (50 fórmulas en total para personas indígenas, con discapacidad, de la comunidad LGBTTIQ+, migrantes residentes en el extranjero y afromexicanas). Así, se logró que 65 fórmulas pertenecientes a estos grupos en situación de vulnerabilidad obtuvieran un lugar en la cámara baja tras la elección de 2021.
Específicamente, en la Ciudad de México, la elección de 2024 tendrá un importante componente de inclusión social en la postulación de candidaturas. Esto es así porque de manera adicional a los mecanismos legales que la autoridad electoral ha implementado en procesos anteriores, en esta ocasión los partidos políticos estarán obligados a incluir por vez primera en sus candidaturas a personas mayores, además de personas con discapacidad, pertenecientes a pueblos y barrios originarios o comunidades indígenas, afromexicanas y de la diversidad sexual y de género.
También los institutos políticos deberían postular a otros grupos de atención prioritaria, como víctimas, personas en situación de calle, que residan en instituciones de asistencia social, privadas de libertad, en estado de postración o que pertenezcan a minorías religiosas. Ciertamente, hay quienes todavía se resisten a la inclusión, sin embargo, la democracia inclusiva no es un sueño lejano, es un proceso de mutación en curso y con nuevo rostro.
Consejera Electoral del Instituto Electoral de la Ciudad de México (IECM) e investigadora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina