Decía Chesterton que hay dos días importantes en la vida, aquel en que naces y en el que te das cuenta para qué naciste; en esa cifra casi mística se encierra un proceso de crecimiento y maduración que da sentido a todo lo que hacemos; en mi caso el nacimiento no es sino parte de un proceso tanto biológico como de encuentros y tradiciones históricas, de familias entrelazadas que constituyen, vistas al microscopio, la vida de México a través del tiempo; pero el segundo instante ocurrió en aquellos años, como escribió Alfonso Reyes, en que nos salvamos o nos perdemos y que dejan siempre una lágrima en el corazón. Mi ingreso a la UNAM me permitió no sólo darme cuenta de ese para qué a que se refiere el escritor inglés y no sólo eso, sino elegir esa razón, esa causa de vida. Muy pronto la Universidad me enseñó que en un país como el nuestro uno sólo puede realizarse y crecer en el servicio a la nación, a la sociedad y a nuestros semejantes. A lo largo de los años, la Universidad me formó en mi profesión y oficio, a ser mujer y encontrarme con mis pares en un momento de liberación y también de violencia. Me enseñó y me enseña constantemente que el verdadero rostro de mi país se llama necesidad, inteligencia y crecimiento.
La Universidad así, se convierte en el catalizador de la razón de vida de muchos mexicanos, pero su alcance se infiltra como agua en la tierra fértil que permite la multiplicación de sus efectos; por cada estudiante de la UNAM hay varias familias que se benefician de su trabajo educativo, científico y cultural de manera directa y, a su vez, cada familia genera un efecto de resonancia que lleva el mensaje universitario a cubrir un enorme espectro de necesidades; aún hoy son muchos los estudiantes que se convertirán en el primer profesionista en su historia familiar, son muchísimas las que cifran en esa posibilidad la única vía de movilidad social que nos queda y la Universidad, dicho sea con franqueza, sólo cuenta con nosotros, los universitarios.
No hay presupuesto público que soporte el enorme esfuerzo de la Máxima Casa de Estudios, el dilema entre la educación gratuita y la educación de calidad se resuelve cada día con esfuerzos realizados por todos los miembros de la comunidad y desde hace 28 años, con los de Fundación UNAM. El esplendor de la Universidad, cada obra de teatro, cada exposición y concierto; los materiales de los laboratorios de todas las ciencias, algunas que incluso la imaginación del hombre común no alcanza a dibujar, las bibliotecas, los buques oceanográficos y el observatorio astronómico, cada libro especializado, de literatura y divulgación, lleva el sello de ese esfuerzo enorme y eso es a lo que los universitarios llamamos servir a México, más allá de los discursos, las discusiones políticas y las coyunturas históricas. Fundación UNAM es el canal ordenado e inteligente para lograr ese propósito y si alguna vez nos hemos preguntado qué hacer por México, aquí y ahora, esta es una respuesta.
No me puedo definir sin la UNAM, es parte de mi identidad, ser y conciencia, de mi visión del mundo. Esa identidad crece, no por mí que sólo soy una pequeña pieza, sino por la magnitud del ideal universitario y la comunidad que lo sostiene, servir al país en la ciencia, la educación y la cultura, construirlo en la igualdad y la razón; hacer de este país lo que pensaron los fundadores de nuestra casa hace más de 100 años, una nueva Atenas.
Presidenta del Colegio de Profesores de Derecho Internacional Privado. Facultad de Derecho de la UNAM