Vivimos en un país en que hay que prepararse para los desastres naturales. Las alertas se han vuelto parte de nuestra vida según la región donde vivamos. Hace poco una amiga estaba muy preocupada porque, estando lejos de su casa, no podría colaborar en los preparativos para el huracán que llegaría a la costa de Quintana Roo. Prepararse para un huracán significa tener un tiempo razonable para mitigar la dureza imprevisible con que el viento y la lluvia azotarán una región. El factor tiempo es completamente distinto al que vivimos en las zonas sísmicas a partir de que escuchamos el altavoz que previene del temblor que nos alcanzará en sesenta segundos.
El pasado 7 de septiembre el sonido alertador nos sacudió la tranquilidad. Sabemos que son los temblores de magnitud mayor a 5° en la escala Richter los que disparan la alerta; de lo con trario viviríamos en constante sobresalto por movimientos menores. Por ello, el gran temor a la incertidumbre de lo que nos espera. Tras la alarma, pasar de la quietud a reacción es complicado pero siempre el corazón, en mi caso, bombea desaforado. El sismo del 85 —no se olvida— marcó la vulnerabilidad a la que nos exponen los movimientos telúricos en la capital. Quizás ponerme zapatos sólo me hubiera tomado cinco segundos, pero tuve duda del tiempo que llevaba sonando el altavoz que confundí con el megáfono de los tamales y fue hasta que distinguí la palabra sísmica que me puse en acción. Volé escaleras abajo en calcetines, llave en mano que no pude encontrar cuando quise regresar a mi departamento, cubrebocas como una extensión automática y aterricé sin aliento en el punto de reunión señalado en el estacionamiento entre los edificios. Las chicas de la pastelería, en sus uniformes y con el pelo recogido, formaron un corro entrelazando sus brazos para atajar el miedo cuando el meneo que agitó los árboles, postes, faroles, y que no acababa, nos fue descompomiendo. Me dieron ganas de tirarme al piso entre las piedras y cerca de los calcetines mojados para tener de dónde asirme. Las chicas en cambio se consolaban unas a otras, tendrían sus propias historias y temores sobre todo después del sismo del 2017. Nuestra templanza naufragaba, éramos una presa rebasada. La percepción del tiempo en momentos así es dilatada y sofocante.
Un sismo es un aullido de la tierra; el síntoma del lugar en el que estamos parados. Quizás nos debería asombrar sabernos testigos del movimiento de la corteza terrestre sobre el corazón líquido de la tierra. Saber que aquel deslizamiento de una capa tectónica bajo la costa del Pacífico libera energía y que esto tiene que suceder de cuando en cuando para que no sea demasiada la brecha. Difícil comprender cómo pueden esas ondas viajar cientos de kilómetros y llegar a nuestros pies, calcetines mojados, con el cuerpo tratando de sostener la mirada que no sabe si contemplará desplomes y escombros alrededor. Un sismo es siempre un recordatorio del movimiento imprevisible que modela la geología planetaria. Nos aleja de mezquindades de lo inmediato para colocarnos, como también lo ha hecho la pandemia, frente a lo intangible y lo amenazante. Es siempre una enseñanza de humildad, un durísimo aprendizaje de supervivencia. Y un saber que el tiempo cuenta en este país de vientos huracanados y convulsiones terrestres. Como si no fuera suficiente… para añadirle las atrocidades del proceder humano.