La primera imagen que tengo de Rosa Beltrán, después del estricto confinamiento del año pasado, es verla emerger en el estudio de su casa abrazando el manuscrito. Ya terminé la novela, me dijo. Y me dio la primera página a leer. Era solo una probada. La misma con la que se toparán cuando abran la bella edición de Radicales libres (Alfaguara, 2021), tras la enigmática portada con cuadro de José Fors. Es una entrada potente: la protagonista tiene 14 años, son los años 70, y ve a su madre partir en moto con su amante. Tras ese primer capítulo uno no puede más que abandonarse al vértigo de la novela, a la prosa deleitosa de la autora, a su chispa, a sus referencias precisas a una época de la que lleva registro acucioso. Desde esa lectura primera esperaba con ansia el libro publicado entre mis manos para devorarlo, para concluir que es la novela de la autora que más me ha emocionado de entre su inteligente escritura. La que mejor se afinca retratando una época, escudriñando qué fue crecer como mujer en un mundo que era otro, en un México que se evaporó, y aterrizar en este. Tal vez porque como se lee: La Historia es un espejo cóncavo en que nos miramos con la esperanza de encontrarnos.
La protagonista intenta encontrar su lugar frente a la partida de su madre —cuando ella se tendrá que encargar de sus hermanos, ocultar en la escuela la ausencia de su madre, convivir con sus primos en las casas contiguas que acuerparon sus primeros asombros, secretos y silenciosas complicidades— y 35 años después frente a la partida de su hija a otro país. El irse de una y otra se da por distintas razones. La madre responde a su instinto amoroso y de aventura, y enseña a la hija, la libertad. Hay añoranza, pero no lamento; la protagonista encuentra la forma de sobrevivir especulando cómo haría tal o cual cosa su madre mientras recibe pequeñas dosis de ella en postales aleccionadoras que incluso recomiendan el uso de pastillas anticonceptivas. Es el México de los 70, donde la ruptura de modelos, moldes, la búsqueda de utopías, la experimentación con drogas, la libertad sexual, las consignas políticas construyen un clima donde la vida es sueño y el sueño parece posible. La autora pinta con audaz claridad el comportamiento de hombres que usaban la jerarquía o la edad para abusar de las jóvenes. Beltrán pone al servicio de la novela su habilidad de cronista, retrata una época y una manera de crecer entre militantes, alfabetizadores, rockeros, fiestas con tinajas de cuba, exploraciones de una vida nocturna y un despilfarro que mostrará su verdadera cara entre corruptelas.
Perder la inocencia, sin perder a la madre, aunque se haya ido, no es lo mismo que estar a punto de perder la vida, como le ocurre a la hija de la protagonista en el México del siglo XXI, el de los secuestros, el de las amenazas de narcos, el territorio minado en que se ha convertido el país. Esa crónica es brutal porque los números no la desmienten. La hija es la destinataria del recuento de su abuela y del suyo, aunque es la protagonista quien precisa comprender dónde está ella producto de esas décadas de exploración y descalabro, de ese México que ofrecía futuro y el pantano letal en que se ha convertido como para que, quienes pueden, busquen el futuro en otra parte. Pero si la novela no sólo es la historia y el tema, y el tono construye el pulso anímico, la manera en que sobrevive la mirada y encuentra cauce la experiencia con el lenguaje, en Radicales libres el humor hace alamares y sostiene con elegancia filosófica el sentido trágico de la vida. Parodiando a Sherlock Holmes, la protagonista se arma de deducciones que le van dando claridad en el enigma de aquellas despedidas que la dejan sin pasado y sin futuro. La escritura es el andamiaje que le permite construirlos; es la pertenencia y el engranaje de las generaciones. Se lee con alegría y reflexión porque posee esa sinceridad que es poco frecuente en la literatura y que, bajo la naturalidad de la prosa-río de Beltrán, apunta a su larga vida, su llegar para ser referente y, por lo pronto, una lectura imperdible.