De mi arqueología personal conservo cartas cuidadosamente dobladas en los sobres en que fueron enviadas. Me zambullo en esa montaña desaseada con el asombro de un método de comunicación que perdió su lugar. Conforme me acerco al presente, disminuye el volumen del acopio de palabras que cortaban distancias. Seguramente el correo electrónico guarda algún tipo de memoria, pero no el objeto. El objeto en sí mismo es peculiar. El sobre —curioseo sobre el tema— fue una invención China en el siglo XVII y se usaba sobre todo para dar dinero a los gobernantes. Las primeras cartas en el siglo XIX en Europa se doblaban de tal manera que en el mismo papel quedaba el destinatario y el dato del remitente. Fue a mediados del XIX que el sobre con su característica forma de doblez en triángulo engomado, que cierra la misiva, se industrializó.

Recién estrenada la adolescencia puse mi nombre en una revista de esas cuya última página tenía un Pen pal corner (esquina para amigos de pluma, bello nombre). Revistas que leíamos las muchachas en flor. Al cabo de un mes y durante todo un año, recibí correspondencia de distintos pueblos y ciudades de Estados Unidos, jovencitas que querían saber quién era yo, qué me gustaba, cómo era mi familia y que a su vez me compartían si eran pecosas, si usaban frenos, si les gustaba patinar o montar a caballo, como la que se volvió mi amiga, de tal manera que incluso pasé las vacaciones del 68 en aquella casa rural del sur de Oregon. Las cartas que yo archivaba cuidadosamente en una caja por estado —Alabama a Washington— lucían sus colores: sobres amarillos o azules, cuyo cierre triangular revelaba diseños floreados por el envés, mientras que los papeles y sobres con que yo respondía eran ligeros e insípidos con la leyenda correo aéreo. En ese alud de correspondencia que ahora sorteo, desecho o conservo, el puro sobre me revela la geografía, la persona, la época reflejada en la estampilla: la insoportable cara del “generalísimo” Franco o los alegres diseños de las olimpiadas del 68 en México. Alharaca de conversaciones que en un tiempo importaron y que sucedieron con ese ritmo imposible en estos tiempos, semanas para cruzar el océano, otras tantas para llegar de regreso. Cartas con remitentes cuyos nombres ahora no me dicen nada, ascuas que no son ni siquiera recuerdo. Y sin embargo mientras atesoro algunas, me maravillo de cómo sucedían los viajes, la distancia, los afectos, ese lazo de palabras anhelante de una permanencia. Su amontonadero da fe de ello. Y también de que entre el olvido algunos de esos lazos de palabras nos cuentan nuestra propia historia y la de las relaciones que han perdurado.

No sé si las cartas deberían devolverse a aquellos que nos las mandaron porque son ellos los que están ahí dejando su crónica del tiempo. Las cartas de entonces son una forma de cortesías olvidadas.

Hoy nos comunicamos demasiado; hasta la congoja y la falta de privacidad. Las cartas con su ritmo pausado que recorrían orografías y continentes acompañaban una forma de vida mucho más sensata. Más suave. Hemos conseguido la inmediatez, y frente al vertedero de cartas que arranca con mi primer viaje lejos de la familia y del país en 1968, me pregunto si son mejores esas maneras instantáneas que han borrado la emoción de la espera y la llegada del sobre. En nuestros correos electrónicos, el sobre persiste como icono: un recordatorio de emociones perdidas en aquel lento intercambio de palabras en papel.

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