No se trata de lagrimear por lagrimear porque para eso, según me entero cuando leo lo que explica la doctora Alicia Castillo de la UNAM, producimos varios tipos de lágrimas unas solo lubrican los ojos, otras son por reflejo ante algún cuerpo extraño (las compartimos con los mamíferos), pero hay unas que sólo corresponden a nuestra especie: las lágrimas emocionales. Aquellas que crean empatía con el otro, dice la doctora Castillo, que de alguna manera nos humanizan. Las que acusan el hambre, el dolor o la angustia de separación del crío de la madre y que conforme crecemos se relacionan con la tristeza y hasta la alegría.

Hay razones para que este cierre de año nos produzca esas lágrimas emocionales adultas de tristeza o de angustia, que por otro lado liberan el estrés porque están cargadas de neurotransmisores y hormonas. Comenzaremos el 2025 con divisiones radicalizadas en el mundo, con guerras inacabables y estrenadas, con una falta de diálogo que se supone habríamos conquistado dentro de los procesos democráticos que tanto trabajo han costado. Extremos para llorar, da igual si de la llamada izquierda o derecha. Y enfocándonos al país, llorar por una violencia que aqueja a casi todo el territorio pero que se ensaña en las ciudades de Culiacán, Chilpancingo, Villahermosa y Uruapan. Que hace de Sinaloa, Tabasco, Michoacán, Guanajuato y Chiapas territorios minados. Un país de madres buscadoras amenazadas de muerte, de desaparecidos y feminicidios. De enganchados en las drogas o por las drogas. Un subsuelo de despojos, de incertidumbre, sobre el que tenemos que construir una esperanza titubeante. Y la amenaza de Trump que cercena el deseo de bienestar de los migrantes y hace de nuestras fronteras reservorios de impotencia y de nuevas violencias.

Tampoco quiero lagrimear por el dudoso porvenir de nuestro poder judicial y la simulación democrática por la elección de centenas de jueces, responsabilidad que nos endilgan a los ciudadanos. De esas lágrimas no quiero hablar.

Quiero resaltar las lágrimas emocionales que surgen de la conmoción. De los espectáculos pequeños o grandes, silenciosos o atrevidos que nos conmueven y producen el llanto solitario que nos recuerda nuestra esencia. Escuchar El dúo de flores de Delibes o Lascia chi’o pianga, o Suzanne de Leonard Cohen, o Wildhorses de los Rolling Stones o la propia Lágrimas negras con El Cigala. Ver un Turner, un Cy Twombly, los primos pequeños tomados de la mano, una madre abrazando a un recién nacido, un amanecer. Ésas conmociones que nos toman por asalto son pinchazos de aquello que vale la pena, que no es cabeza de periódico, que no es tema de conversación, ni asunto del monero. Lágrimas emocionales privadas, que no buscan la empatía del otro sino el asombro de estar vivo. Un día las perdí hace varios años, algún torpe medicamento me las había robado. No me di cuenta hasta que en el río Manzanares de Madrid una fría mañana de invierno mientras paseaba con mi hija, vi a un hombre empujando la silla de un anciano que supuse su padre. Los míos aún vivían. La pura imagen del cuidado y la ternura, del tiempo qué pasa, me sentaron en una banca a llorar. Las extrañaba.

Por eso, y no me lo tomen a mal, les deseo que esos 55 a 110 litros de lágrimas que producimos anual-mente (las mujeres lloramos cuatro veces más que los hombres, dicen los estudiosos) a través de las glándulas oculares sean lágrimas de conmoción ante el libro que leen, la luna cambiante, la placidez del sueño del niño, el misterio de un cuadro, la armonía de las voces en un coro, la imaginación de un cuerpo danzando, un verso, una copa de vino, el parpadeo de la luz sobre el mar, la mano engarzada a las suyas.

Que sea más la luz que la oscuridad, que hablemos menos de violencia y más del asombro por nuestra capacidad creativa, de cobijo y amor y de reír. Los abrazo. Feliz 2025.

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