Me pregunto si las ciudades, los pueblos, los paisajes donde nacieron las y los escritores se meten en su escritura de una manera natural, involuntaria, como gestos de nacimiento orgánicos.
Sin duda en las novelas y cuentos de Rulfo está el polvo, el silencio y el paisaje misterioso de Sayula y Tuxcacuesco. A Rosario Castellanos se le filtran las montañas que rodean el valle de Comitán tan suave como secreto. A Inés Arredondo los mangos y el jugo que se escurre por la barbilla desde Sinaloa tropical. A Saramago y a Pessoa se les instala la bruma atlántica y el ondular en las calles de Lisboa. A Mark Twain el anecdotario que viaja río arriba, río abajo en las riberas del Mississippi. José Agustín lo supo y ostentó el habla joven chilanga de la colonia del Valle en los 60 y 70, a Carlos Martín Briceño lo acompaña la sensualidad de la península de Yucatán, a Élmer Mendoza el sonido del habla de la Colpop en Culiacán. A Kawabata la belleza hecha ritual de Kioto y Tokio. A Borges las orillas de Buenos Aires y las de los libros y laberintos. A Pamuk la intrincada y fascinante Estambul.
Londres ordenado e imperial, el punto de partida de la rebeldía de Virginia Woolf. Quizás los poetas sean más elocuentes en la marca de origen en el lenguaje y la mirada: pienso en Derek Wolcott tan Caribe como escocés, con un lenguaje de caracolas isleño y vegetal, Myriam Moscona que ha hecho del ladino el tema y la expresión mestiza.
Desde la tierra de Rosalia de Castro y Emilia Pardo me pregunto de qué manera se metió la lluvia, el graznido de las gaviotas y el día que se trastorna con el viento, cómo cinceló las pausas de sus textos, el ritmo de su prosa y la longitud de sus versos. Me pregunto si es así, y de qué depende que nuestra escritura tenga huella, ¿si su circunstancia y su contexto pervive a pesar de las lecturas y los viajes y es como una denominación de origen? No me refiero a un determinismo como el de las jirafas que se pensaba les crecía el cuello por intentar alcanzar la hoja masticable, sino una cuna, una lengua materna, un crecer en medio del paisaje y su manera de vivirlo-nombrarlo.
Me pregunto qué tanto de la Ciudad de México, de la colonia Roma, de Coyoacán, de los cueros y retazos de los que vivía mi familia, de los cafetales del Soconusco a donde llegaron mis abuelos de la costa Cantabria con su olor a anchoas, de la costa andaluza con sus grandes chirimoyas y sus pestiños del otro abuelo, o del Madrid de mi abuela y mi madre niña con sus castaños en el Retiro y sus bombas en la guerra se ha metido en la cadencia de mis frases, en las palabras que elijo, en los silencios y exageraciones y mentiras; si el lenguaje de mi escritura, su partitura y su sintaxis están hechos de la vista escasa de los volcanes, las lluvias torrenciales de verano y los sismos de septiembre, del cobre opaco del techo del Palacio de los Deportes y la invasión de ardillas en los viveros de Coyoacán.
La identidad de la escritura como una forma de imaginar y ver a través del lenguaje, sin duda teñida de la experiencia única de los que escribimos está ligada a nuestra procedencia y paisaje, que se carga de las lecturas que la enriquecen de procedencias, paisaje y lenguaje.
La inteligencia artificial no puede sustituir esto, por lo menos eso quiero pensar.
Queridos lectores, me voy de vacaciones. Vuelvo en septiembre, agradezco su cómplice lectura.