Acabamos de coincidir en agosto en la feria del libro en español de Los Ángeles que organizó la FIL Guadalajara: LéaLA. Vernos después de pandemia nos dio alegría a los escritores que nos encontramos en el centro de Los Ángeles. Un centro tocado por los estragos de la pandemia que había llevado a la calle a muchos más vagabundos de los que recordábamos la última vez. El hotel en que antes nos hospedaron había sido usado como refugio de homeless. Pero habíamos sobrevivido a la pandemia y David Huerta se acercó a la mesa de aquel restaurante italiano a saludarnos a María Perujo, ilustradora, y a mí, pues habíamos llegado desde el día anterior a presentar nuestro libro infantil para la colección El árbol del INE (La hamaca roja) y la mayoría llegó un día después. Nos hizo alguna broma, porque así era David. Y Veronica Murguía y yo nos abrazamos con la alegría de vernos, somos amigas de largo tiempo, hemos compartido el proceso de escritura en una tertulia común que tuvimos y, entre tantas cosas, el temblor que nos tocó en Santiago de Chile y la llamada reciente que me hizo para saber cómo estaba después de este 19 de septiembre. Más allá de los libros que nos unen, más allá de la admiración, la amistad, siempre me asombró y asombra la pareja que formaron David y Verónica, esa manera de quererse, cuidarse y acompañarse.

A Verónica Murguía

La muerte de David Huerta el 3 de octubre nos tomó por sorpresa. Cuando alguien se va, todos tenemos nuestros despojos y esta página donde ahora me leen en EL UNIVERSAL es un mapa de la coexistencia en el tiempo y en el espacio, un testigo de presencias y ausencias. Las columnas nos hermanan, en la sección cultural, quienes colaboramos formamos un coro de voces y miradas: Élmer Mendoza, Ángel Gilberto Adame, Javier García Galeano, Adriana Malvido, Guillermo Sheridan, Guillermo Fadanelli, Ignacio Solares, Paulina Lavista y hasta hace unos meses César Güemes , quien murió tempranamente y a quien conocí en el primer taller al que fui, y David Huerta, cuya columna no dejaba de leer. Los espacios de cultura son cada vez más reducidos y que exista la posibilidad de opinar y de proponer una conversación es parte fundamental de lo que hacemos los escritores. David Huerta lo mismo compartía sus lecturas y contagiaba el interés por ciertos autores, que manifestaba su desilusión y descalificación por el ninguneo al quehacer artístico e intelectual del gobierno actual que él había creído de izquierda, democrático e incluyente, y en el que había depositado su confianza. Por eso me quedo pensando, a pesar de que se publicó la última colaboración de David Huerta esta semana con esa prosa natural, cálida y afable que lo pinta a el de cuerpo entero, cuál hubiera sido su opinión frente a la aprobación de la seguridad en manos de los militares hasta el 2028 en nuestro país. David nos hace falta no sólo como un amigo y un poeta que va cantando y contando los tiempos y nos va acercando como entusiasta maestro sus lecturas y descubrimientos, sino como el vecino de página en el diario, como un faro necesario para comprender el hoy y la condición humana, el lenguaje y sus posibilidades, como una voz crítica hija del 68, que iluminaba el descontento de muchos. Quedan los libros de David Huerta, cuya obra y premios lo distinguen y son referentes indispensables de la literatura mexicana contemporánea; queda un futuro que no se llenará de sus palabras. Queda un vacío en estas páginas que nos animan a concordar y a disentir, que ensanchan y enriquecen nuestra relación con el mundo y el arte. Sin David Huerta queda un boquete.

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