Hoy que es 2 de noviembre escribo mi altar de muertos para los escritores. Un altar de muertos se pone, se instala, es una ofrenda que honra la memoria de los que ya no están: una tradición bellísima de nuestros ancestros que le hemos dado al mundo. Quizás es la feliz confluencia de la vida cotidiana, el hueco, y el hecho de recordarlos lo que hace del altar un traerlos a la vida.
Si yo tuviera que instalarlo me vería en problemas, porque hay demasiados muertos si no es que casi todos los que he leído a lo largo del tiempo. Y poco se sabe de sus gustos de comida y bebida. Tengo muy claro que a Isac Dinesen le gustaban las ostras y el champán.
Poco prudente sería colocar las primeras que se echarían a perder y un gran desperdicio lo segundo al menos que me lo bebiera honrando sus Memorias de África. Nos hace falta conocer los gustos de mesa de los escritores que hemos admirado, más cercano nos resultan los de sus personajes, no se nos olvida que Pereira el de Tabucchi comía omelets y bebía limonadas en La Orquídea ni que Cervantes gustaba de la olla de quebrantos. Y bien pensado toda biblioteca es en gran medida un altar de muertos a quien se honra conservandolos y leyéndolos.
De niña no podía pensar en ser escritora porque creía que todos los escritores estaban muertos. Elena Fortún la de Celia estaba muerta, Daniel Defoe el de Robinson Crusoe estaba muerto, Luisa May Alcott, como su personaje Beth, estaba muerta y Julio Verne había hecho el viaje al centro de la Tierra. ¿Qué habré pensado? ¿Que hubo una era de Escritores como la de los dinosaurios y que después se extinguieron y sólo leíamos las luces de lo que habían sido como las que veíamos en el cielo de estrellas muertas? (aunque eso de las estrellas y la luz que viaja años luz no era algo que supiera de niña).
En la prepa todo cambió, Arreola fue a nuestra escuela a dar una charla, en la Zona Rosa uno se podía tropezar con Carlos Fuentes y Octavio Paz. García Márquez, Neruda, Vargas Llosa y Cortázar salían en la tele. Estaban vivos. La primera gran muerte del mundo de los escritores de la que tuve conciencia fue la de Rosario Castellanos.
Trágica, inesperada, estaba en los periódicos, mis padres hablaban de ella. Aún no leía Balún Canan. Quizás esa muerte me confirmó cómo se podía pasar uno de un reino a otro. Si uno acomodara los libros en función de los vivos y los muertos cada tanto habría que mudar algunos. El acomodo tendría algo de lúgubre, pero quizás uno se podría parar frente a los ausentes y guardar esos minutos de silencio agradeciendo que, a pesar de no estar, están; que los libros son un permanente recordatorio.
Se me han muerto amigos escritores con los que me ha tocado convivir el pedazo del siglo XX y el que va de este, con ellos revivo ese tránsito de lo que siendo mortales hemos querido revertir apostando a las letras. Me referiré a aquellos con los que compartí la conversación. Los aquí nombrados fueron atentos y generosos conmigo: Paco Ignacio Taibo (el Gato Culto). Gerardo de la Torre, Rafael Ramírez Heredia, Rene Avilés, Marco Aurelio Carballo, Emanuel Carballo, Vicente Leñero, José Agustín, María Luisa Puga, Guillermo Samperio, y más cercanos en nacimiento a mí, Álvaro Quijano, Eusebio Ruvalcaba, Daniel Leyva, Ramón Cordoba, Xhevdet Bajraj, Mauricio Molina, Armando Vega Gil, Ignacio Padilla, David Huerta, Ignacio Solares, Héctor Carreto, entre las mujere; Una Pérez Ruíz, Rocío González, Francesca Gargallo. Hay una muerte doble en su ausencia, no habrá escritura nueva.
A veces paso las manos por las dedicatorias más frescas como las de el poeta Carreto cuya muerte este año nos hirió como colegas en la universidad donde trabajábamos y en el afecto como amigos. Los libros que llegan a mis mano me confirman la voluntad de estar en esta vida escribiendo y mi deseo de leerlos para poder conversar antes de que todos formemos parte del gran altar de biblioteca y seamos una ficha con dos fechas en un diccionario… Si acaso.