2.4 billones. Se dice rápido. Un dos, un cuatro, seguidos por once ceros. Es la astronómica cifra en dólares que se necesita para hacerle frente al cambio climático. Y no una sola vez: es la cifra que habría que gastar año tras año para evitar los peores efectos de los cambios que hemos causado en la atmósfera. Nadie sabe a ciencia cierta cómo se podrá disponer de tal cifra. Pero más nos vale conseguir la solución.
En América Latina, por ejemplo, los impactos del cambio climático se harán sentir al mismo tiempo que la precariedad económica se agudiza.
Ciudades costeras como Guayaquil en Ecuador o Barranquilla en Colombia son muy vulnerables a la subida del nivel del mar y la proliferación de tormentas cada vez más intensas. Guayaquil ya sufre con frecuencia inundaciones que obligan a miles de personas a abandonar hogares. Barranquilla podría perder hasta el 65% de su área urbanizada. La región andina sufrirá el retroceso acelerado de glaciares lo cual reduciría la disponibilidad de agua. Bolivia, por ejemplo, podría perder toda su superficie glaciar en las próximas décadas. El Chaco en Paraguay y Argentina sufrirán sequías que afectarán la producción agrícola y ganadera. México encara el doble impacto de más sequías en el norte y mayores inundaciones en el sur. Veracruz ya sufrió en 2020 una de sus peores inundaciones con más de 800 mil afectados. Hace poco un feroz huracán devastó Acapulco.
Latinoamérica necesita acceder con urgencia a más financiamiento climático para proteger a sus habitantes. Fácil decirlo y difícil lograrlo. Los montos requeridos son espeluznantes. Los estadounidenses tienen un buen modismo para describir la sensación de vértigo que provocan tales números: shock de etiqueta. (“sticker shock”). Inicialmente acuñado para describir las reacciones de los compradores de automóviles al ver los precios exhibidos en las etiquetas que los concesionarios colocan en las ventanas de los autos, el shock de etiqueta capta el impacto que se siente al descubrir que no hay cómo pagar un gasto imprescindible.
El caso del dinero necesario para mitigar los efectos del calentamiento global ilustra el terrible problema que resulta de la disparidad entre quien tendrá que pagar y quien lo va a gastar. El necesario gasto de mitigación de los choques climáticos deberá destinarse a proteger a los países del sur con dinero originado en los países del norte, quienes también han de dedicar fondos a fortificar sus propias defensas contra los efectos del cambio climático.
Obviamente, este es un reto políticamente explosivo. Hasta ahora, los países más ricos han tenido graves dificultades para recaudar 100 mil millones de dólares para financiar las inversiones necesarias en los países menos desarrollados (apenas 4% de la cifra necesaria). Es evidente que las instituciones con las que hoy contamos para amortiguar los efectos del cambio climático son muy defectuosas.
La Conferencia de las Partes (COP) de la ONU, solo actúa cuando se logra un consenso. Esto suena bien, pero en la práctica no conviene. Esta toma de decisiones unánimes permite a cualquier país, grande o pequeño, vetar cualquier iniciativa. Se trata de un mecanismo fundamentalmente inadecuado ante el desafío que se enfrenta. Pero las consecuencias de la inacción serían demasiado terribles para siquiera empezar a contemplarlas. Ya las fronteras de los países desarrollados crujen bajo la presión de los emigrantes climáticos que huyen de condiciones invivibles en sus propios países. Es un fenómeno ya inmanejable, que tenderá a acentuarse.
Los dolores de cabeza migratorios de hoy son un mero anticipo de lo que está por venir si no se enfrentan los desafíos climáticos a la escala requerida. Los modelos científicos para los próximos cincuenta años ya predicen el tipo de calamidades que amenazan con dejar grandes franjas del mundo tropical efectivamente inhabitables. Millones morirían, pero millones más huirán, desestabilizando a los países receptores. Ya la absurda cifra de los 2.4 billones empieza a tomar otro aspecto. ¿Estamos seguros de que sea inalcanzable? Es menos de la mitad de los seis mil millones de dólares que el mundo gasta en educación cada año, ni siquiera un tercio de los nueve mil millones que gastamos en servicios de salud. De hecho, está más o menos a la par de los 2.2 billones que el mundo gastó en defensa el año pasado. Todos estos son números muy grandes, sin duda, pero también son el tipo de cifras que la humanidad ya ha demostrado que puede movilizar para financiar sus máximas prioridades. En los próximos años, el mundo tendrá que reaccionar ante la nueva realidad de que la mitigación y adaptación al cambio climático son tan indispensables como la defensa, la educación y la atención médica. Una vez que comprendamos plenamente que estas son inversiones para las que no tenemos alternativa, superaremos el shock de etiqueta y nos abocaremos al arduo trabajo de recaudar el financiamiento que la humanidad necesita para adaptarse a lo que se nos viene encima.
Miembro distinguido del Carnegie Endowment for International Peace