En sus casi 200 años de historia, las prácticas electorales mexicanas experimentaron medidas hoy arcaicas.

Con la novedosa elección para el Poder Judicial en puerta, analizaremos cómo se organizaba este ejercicio democrático en el siglo XIX y principios del XX.

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Elecciones presidenciales de 1920. La primera vez que se votó de forma directa para presidente fue en 1913, para legitimar el gobierno de Victoriano Huerta, pero gran parte del pueblo se abstuvo por miedo a las consecuencias; la mitad de las casillas no se instalaron y la elección se anuló. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Elecciones presidenciales de 1920. La primera vez que se votó de forma directa para presidente fue en 1913, para legitimar el gobierno de Victoriano Huerta, pero gran parte del pueblo se abstuvo por miedo a las consecuencias; la mitad de las casillas no se instalaron y la elección se anuló. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

Las elecciones eran por vía indirecta

Entre el siglo XIX e inicio del XX, el pueblo mexicano no elegía de forma directa, sino indirecta. El votante escogía al elector quien se integraría al Colegio Electoral, para que éste emitiera su voto para presidente, vicepresidente y legisladores en una segunda vuelta.

En el caso de ministros de la Suprema Corte, los legisladores eran los encargados de su designación, siendo una votación indirecta en segundo grado.

Desde 1856, el político y periodista Francisco Zarco sostuvo que este método de elección “es un artificio para engañar al pueblo, haciéndole creer que es elector y empleándolo en crear una especie de aristocracia electoral, que mientras más se eleva en grados, más se separa del espíritu y de los intereses del pueblo”.

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El abstencionismo siempre ha sido un aspecto común en las jornadas electorales mexicanas. En el siglo XIX, los votantes no tenían interés en participar por tratarse de una elección indirecta. Foto: Guillermo Quevedo/Archivo EL UNIVERSAL.
El abstencionismo siempre ha sido un aspecto común en las jornadas electorales mexicanas. En el siglo XIX, los votantes no tenían interés en participar por tratarse de una elección indirecta. Foto: Guillermo Quevedo/Archivo EL UNIVERSAL.

Zarco denunció el uso de triquiñuelas por parte de candidatos para ganarse el favor de los electores, sosteniendo que su victoria sólo podía ocurrir de forma tramposa por “ser hombres que nadie conoce, cuyo nombre se oye por primera vez al salir de las urnas electorales” y no porque el pueblo lo eligiera.

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De acuerdo con datos de Marcos T. Águila para el sitio Obsidiana, las votaciones indirectas permitieron que la designación de altos funcionarios quedara en manos de un elector por cada 50 mil habitantes, muy lejos de ser una representación popular.

Durante la dictadura porfirista, el Colegio Electoral siempre daba la victoria a Porfirio Díaz sin importar el malestar colectivo. Para 1911, los electores eligieron con 99% de los votos a Francisco I. Madero, lo que indica que no representaban a sus votantes, sino la corriente del gobierno en turno. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Durante la dictadura porfirista, el Colegio Electoral siempre daba la victoria a Porfirio Díaz sin importar el malestar colectivo. Para 1911, los electores eligieron con 99% de los votos a Francisco I. Madero, lo que indica que no representaban a sus votantes, sino la corriente del gobierno en turno. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

Misa antes y después de elecciones

Otro de los aspectos electorales que destacaron durante el siglo XIX y que hoy en día sería impensable fue la estrecha relación entre Estado e iglesia católica. Hasta antes de 1857, la institución religiosa tuvo un gran papel dentro de la democracia decimonónica, por ser el poder que mejor organizó y convocó a la población mexicana.

Susana Montes de Oca Luna indicó en su texto Registro Federal de Electores que las votaciones del siglo XIX se dividían en Junta Electoral Parroquial, de Partido y Provincia. Nos centraremos en la Parroquial por ser la más cercana a la iglesia y única donde gran parte del pueblo tenía voz y voto.

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Era común realizar una misa con todos los votantes antes de comenzar la elección, donde se pedía paz y éxito en la jornada e incluso los candidatos aprovechaban para dar un último discurso.

Cobertura de las elecciones legislativas de 1920, con la descripción sobre lineamientos y ubicación autorizada de las casillas. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Cobertura de las elecciones legislativas de 1920, con la descripción sobre lineamientos y ubicación autorizada de las casillas. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

El párroco de la comunidad fungía como presidente de la mesa electoral y, según dictó el Decreto del Soberano Congreso Mexicano, “una vez reunidos los ciudadanos a la hora señalada y en el sitio más público [parroquia o ayuntamiento], se nombra un secretario y dos escrutadores entre los presentes”, quienes debían saber leer y escribir.

Con la Junta Electoral Parroquial establecida, el párroco hacía un llamado a todos los votantes por si alguno quería denunciar actos de cohecho o soborno electoral; en caso de existir alguna acusación debía resolverse antes de votar, retirando los derechos electorales del acusado o del calumniador en caso de resultar falso.

Ya resuelta la acusación o si no había denuncia alguna, comenzaba la votación y el párroco debía llevar un acta detallada de toda la jornada.

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Según indicó José María Infante en Elecciones en México, el voto secreto no existía en los primeros ejercicios electorales en América y prevaleció la elección “cantada”, con el votante diciendo en voz alta el nombre del candidato. Este método se debió al alto índice de analfabetismo, pues los ciudadanos no podían leer las papeletas.

Desde 1912 se estableció el voto secreto, pero en 1916 hubo una modificación que exigía que la boleta electoral estuviera firmada por el votante. Tal práctica tan polémica se modificó en 1918, asegurando la libertad en la participación de los ciudadanos. Foto: Archivo EL UNIVERSAL.
Desde 1912 se estableció el voto secreto, pero en 1916 hubo una modificación que exigía que la boleta electoral estuviera firmada por el votante. Tal práctica tan polémica se modificó en 1918, asegurando la libertad en la participación de los ciudadanos. Foto: Archivo EL UNIVERSAL.

El protocolo establecido por el Decreto del Soberano Congreso Mexicano indicó que cada ciudadano se acercaría a la mesa y enunciaría a su elegido para desempeñarse como elector, para que el secretario escribiera en la boleta su voto; el párroco y escrutadores servían como testigos.

Esas elecciones “cantadas” y la falta de regulación electoral permitieron que grupos de pobladores se unieran para emitir un voto conjunto, casi siempre manipulado por intereses externos, amenazas o beneficios económicos que se les prometían.

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Si después de algunas horas no había más votantes esperando, la elección quedaba cerrada e iniciaba el conteo de votos. El párroco era quien hacía públicos los resultados en la comunidad y en caso de empate entre electores, su nombramiento se decidía a la suerte; al concluir la jornada se hacía otra misa.

Votaban casados y sin deudas

Los cambios en prácticas electorales también se aplicaron en los requisitos para ejercer el voto y para ser votado. Aunque la restricción decimonónica que más recordamos impedía la participación de mujeres en la democracia, los antiguos lineamientos también evaluaron empleo, moralidad y hasta riqueza para poder votar.

Durante décadas, se estipuló que sólo hombres mexicanos casados a partir de sus 18 años o solteros a partir de los 21 podrían votar. Perdían su derecho los sentenciados por algún crimen, los incapacitados de forma física o moral, deudores, quienes no tuvieran domicilio o empleo, así como sirvientes domésticos que dependieran de su patrón.

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Según indicó Obsidiana, durante varios años del siglo XIX se consideró la riqueza como requisito para ser votante. En 1836, el ciudadano debía acumular mínimo 100 pesos al año para acceder al voto y 200 para 1843, “con el propósito de ahuyentar a las ‘clases peligrosas’”; tal requisito se eliminó con la Constitución de 1857.

Adolfo de la Huerta participando en las elecciones presidenciales en septiembre de 1920. Foto: Wikimedia Commons.
Adolfo de la Huerta participando en las elecciones presidenciales en septiembre de 1920. Foto: Wikimedia Commons.

Para ser votado, el Decreto del Soberano Congreso Mexicano de 1823 consintió que mexicanos a partir de los 25 años solteros o desde los 21 ya casados podían ser electos, exigiendo una residencia mínima de seis meses en la localidad que representarían, no ejercer labores eclesiásticas o militares ni ser “cura de almas”.

En el caso de diputados, la edad mínima para contender era 25 años; para senador, ministro o presidente, desde los 35.

Para ministro de la Suprema Corte, se pedía preparación en Derecho, tener mínimo 35 años y ser ciudadano natural de México o nacido en cualquier país de América que estuviera bajo control español antes de 1810 y ser residente por cinco años.

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Tras establecer tales lineamientos se creó un Padrón Electoral. Según se lee en las Reglas para las Elecciones de Diputados y de Ayuntamientos del Distrito y Territorios de la República de 1830, este registro incluía nombre completo y oficio del ciudadano, dirección y alguna seña de residencia, así como número de boleta que asignada.

Venustiano Carranza votando por ediles del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Venustiano Carranza votando por ediles del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

Esa “boleta”, que hoy sería la Credencial de Elector, era para que los empadronados ejercieran su voto y pudieran identificarse. Cada una medía un cuarto de pliego de papel, con los datos “Elección de diputados al congreso general para los años…”, junto con número de parroquia, manzana, nombre del votante y firma de un comisionado.

El Padrón Electoral debía prepararse desde un mes antes de las elecciones, teniendo como límite ocho días antes de la jornada. Los votantes recibían su boleta en su domicilio, entregada por un comisionado que sabía leer y escribir, además de ser vecino confiable de la comunidad.

Ya en el nuevo siglo, algunos legisladores quisieron imponer de nuevo la restricción de riqueza, además de un lineamiento basado en la capacidad para leer y escribir de los votantes, pero la Ley Electoral de 1911 detuvo de tajo tales argumentos elitistas.

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“¿Sería justo privar del derecho de votar al indígena que con sacrificios inmensos logra pagar sus impuestos? ¿sería justo dejar sin voto a los analfabetos? […] Y entonces quedan fuera del voto hombres que por su esfuerzo contribuyen en proporción bastante fuerte a las necesidades del Estado”, indicó.

Ejemplo de un voto para el Congreso Constituyente de 1916. En la boleta electoral debía escribirse el nombre del candidato propietario y suplente, lo que obligaba a los votantes a conocer bien a sus elegidos. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Ejemplo de un voto para el Congreso Constituyente de 1916. En la boleta electoral debía escribirse el nombre del candidato propietario y suplente, lo que obligaba a los votantes a conocer bien a sus elegidos. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

Para 1918 aparece la Ley para la Elección de Poderes Federales, donde se confirma que sólo los hombres mexicanos casados a partir de los 18 años, o desde los 21 si permanecían solteros, serían votantes, sin importar su empleo o nivel económico.

Los que sí permanecían excluidos del ejercicio electoral eran “vagos y mendigos, que vivan de la beneficencia pública o privada, aquellos sujetos a proceso penal o ya condenados, así como los prófugos de la justicia”.

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Tampoco podrían votar los “privados de la tutela [de sus hijos] por mal manejo de fondos o infidelidad, dueños de casas de prostitución o quienes vivan a expensas de una mujer pública; los condenados en dos ocasiones por embriaguez o jugadores, así como cualquier condenado por delito electoral”.

La Ley Electoral de 1911 sostuvo que nadie podía obligar a los ciudadanos a participar en votaciones, pues “la elección será válida cualquiera que sea el número de votantes depositado, sin que a este respecto tenga efecto alguno la abstención”. Foto: Gildardo Solís Jr./Archivo EL UNIVERSAL.
La Ley Electoral de 1911 sostuvo que nadie podía obligar a los ciudadanos a participar en votaciones, pues “la elección será válida cualquiera que sea el número de votantes depositado, sin que a este respecto tenga efecto alguno la abstención”. Foto: Gildardo Solís Jr./Archivo EL UNIVERSAL.

Se sancionaba a quien llevara armas

Tras el paso de la Revolución Mexicana, los ejercicios democráticos buscaron una regulación más adecuada, como se vio en la elección para diputados y senadores del primero de agosto de 1920 reportada por EL UNIVERSAL.

Debido al inestable fervor armado que dejó la revolución, era de esperarse que se prohibiera el uso de armas durante la votación. Cualquier casilla podría anularse si había violencia en su interior o si los electores portaban armas, aplicándoles una pena de 10 a 30 días de arresto o una multa de 50 a 200 pesos a los infractores.

También se prohibió que las casillas se instalaran en casas de funcionarios públicos o a más de 5 kilómetros de la cabecera municipal, por temor a fraudes.

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Según describió este diario, el lugar seleccionado para la jornada electoral debía ser espacioso, con posibilidad de tener dos mesas, sillas y todos los útiles necesarios. Como no existían las casetas que ahora dan privacidad al votante, debía colocarse una mesa “lo suficientemente apartada del personal de la casilla y lo más cubierto que se pueda de las miradas del público, para que el voto permanezca secreto”.

De acuerdo con las leyes del siglo XX, si las papeletas electorales no estaban listas al momento de votar, los votantes podrían traer un papel cualquiera desde su casa para ejercer su voto. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
De acuerdo con las leyes del siglo XX, si las papeletas electorales no estaban listas al momento de votar, los votantes podrían traer un papel cualquiera desde su casa para ejercer su voto. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

Se extendió un permiso especial a personas ciegas o analfabetas para que llevaran un acompañante que realizara el voto por ellos, pero si éste revelaba el voto del incapacitado se le sancionaría con 1 a 11 días de arresto y la pérdida de sus derechos electorales por cinco años.

Existieron varias sanciones como esa para los delitos electorales. En caso de suplantar a un elector o votar dos veces, se aplicaron multas desde los 50 a 500 pesos, un posible arresto de 16 a 90 días y la pérdida de sus derechos electorales por tres años.

En caso de que una casilla no estuviera lista para las 9 de la mañana, el culpable recibiría una multa de 50 a 500 pesos, además de un arresto de uno a seis meses y perdía sus derechos electorales por tres años. Pero, si por su culpa no pudiera instalarse la casilla en todo el día, la pena se elevaba al doble.

Las prácticas electorales mexicanas avanzaron mucho en sus dos siglos de historia, dando más voz a sus electores y modernizando sus recursos. Atrás quedó el voto indirecto y las restricciones de participación ciudadana, pero siempre habrá aspectos qué mejorar en este ejercicio democrático.

Elecciones de 1928. La Ley Electoral de 1911 sostuvo que, “si el pueblo no hace un esfuerzo, si los ciudadanos ven con indiferencia las cuestiones políticas, si sólo se apasionan en los momentos de efervescencia y después dejan al gobierno libertad para las elecciones, todas las leyes fracasan”. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.
Elecciones de 1928. La Ley Electoral de 1911 sostuvo que, “si el pueblo no hace un esfuerzo, si los ciudadanos ven con indiferencia las cuestiones políticas, si sólo se apasionan en los momentos de efervescencia y después dejan al gobierno libertad para las elecciones, todas las leyes fracasan”. Foto: Hemeroteca EL UNIVERSAL.

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