Paulina Cuarón, en su pieza: “¿Y si yo lo encuentro, qué?”, borda a cuatro mujeres que se perciben distintas pero todas comparten algo: una pala entre las manos. Ellas son las madres buscadoras, quienes se dedican a seguir las pistas, las declaraciones anónimas, caminar y documentar las fosas clandestinas. Todas tienen el mismo objetivo: encontrar a su ser querido desaparecido.

Y es que en México, la verdad parece estar enterrada. En fosas clandestinas, en expedientes archivados, en discursos que prometen justicia sin dar respuestas. Pero hay quienes no se rinden y siguen escarbando, no solo la tierra, sino la historia de un país que se resiste a mirar de frente su tragedia. El hallazgo de un centro de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, ha desnudado, una vez más, la herida abierta de México: el de las personas desaparecidas. Un país donde las madres, convertidas en buscadoras, se enfrentan al horror y a la indiferencia estatal en su incansable lucha por encontrar a sus hijos.

En el rancho Izaguirre, las madres del colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco encontraron cientos de restos óseos, hornos crematorios y objetos personales que pertenecieron a quienes hoy forman parte de las cifras de la tragedia nacional. Las imágenes de zapatillas apiladas evocan recuerdos de otros horrores históricos, recordándonos que la barbarie no es ajena a nuestra tierra.

Entre los objetos encontrados había unos tacones de tiritas, una mochila con una estrella, cientos de pares de zapatos. Cada uno de estos artículos cuenta una historia, es un rastro de una vida interrumpida, una pista que podría devolver respuestas a quienes llevan años esperando noticias de sus seres queridos. Cada uno de los 493 objetos ahí encontrados es la esperanza de una familia de conocer algo sobre la persona desaparecida, una pieza que podría devolverles un fragmento de la verdad que tanto anhelan.

Las autoridades insisten en que el Estado no desaparece personas. Pero, ¿qué otra cosa es la omisión sistemática, la falta de protocolos efectivos, la impunidad del 99% de los casos? ¿Qué otra cosa es dejar a las familias solas con una pala en la mano?

El caso de Teuchitlán es un espejo que refleja la impunidad y la complicidad de un Estado que ha fallado en su deber más básico: proteger a la ciudadanía. Las instituciones, lejos de brindar apoyo, han sido omisas o, peor aún, cómplices silenciosos de la violencia que azota al país. La Fiscalía de Jalisco, por ejemplo, intervino el rancho en septiembre de 2024, pero fue incapaz de descubrir el horror que allí se escondía.

Y mientras las madres son acosadas y atacadas, las instituciones siguen pasmadas. La maquinaria de la burocracia gira en círculos, justificando su inacción con reuniones vacías y promesas que nadie cree. Cuando hablamos del sistema de justicia, rara vez nos detenemos a analizar cómo y quién investiga estos casos. Nos hemos centrado únicamente en la elección de personas juzgadoras, olvidando que sin investigaciones serias y diligentes, la justicia nunca llega. El problema no solo radica en los tribunales, sino en las fiscalías que archivan expedientes, en policías ministeriales que no hacen su trabajo y en un aparato de procuración de justicia que parece diseñado para no dar respuestas.

Las madres buscadoras no deberían cargar con la tarea de encontrar la verdad. Su lucha expone la fractura de un sistema que prefiere olvidar antes que enfrentar su responsabilidad. La desaparición forzada no solo afecta a quienes han perdido a un ser querido, sino que mina el tejido social, nos arrebata certezas y nos deja en una constante sensación de vulnerabilidad. No podemos seguir ignorando su valentía ni permitir que el silencio se imponga sobre su derecho a saber.

Es imperativo que la sociedad en su conjunto reconozca la labor de las madres buscadoras y se sume a su exigencia de justicia. No podemos permitir que su lucha sea en solitario, ni que su valentía sea silenciada por la indiferencia o el miedo. Es urgente que se implementen medidas de reparación integrales para las familias de las víctimas. La reparación no se limita a la compensación económica; implica acceso a la verdad, reconocimiento público del daño, garantías de no repetición y apoyo psicosocial para quienes han sido forzados a convertirse en buscadores. Sin estas medidas, el dolor de las familias queda suspendido en la impunidad, y la justicia se convierte en una promesa vacía. Porque la justicia y la verdad van de la mano: sin verdad, no hay justicia real.

Teuchitlán no puede ser un caso más en la larga lista de atrocidades olvidadas. Debe ser el punto de inflexión que nos impulse a actuar, a no olvidar y a acompañar a estas madres en su camino hacia la justicia. Porque su lucha es la lucha de todos.

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