Hablar de la Constitución es hablar de los cimientos de nuestra vida pública. Es el documento que define quiénes somos como sociedad, cómo nos organizamos y los derechos que tenemos y que el Estado debe promover, respetar, proteger y garantizar. Sin embargo, no todo cabe ni debería caber en una constitución. En México, este debate es urgente: ¿qué contiene nuestra Constitución? ¿Qué debería incluir y qué no?
La Constitución mexicana, promulgada en 1917, es un reflejo de las aspiraciones de justicia que surgieron tras la Revolución. Desde entonces, se ha convertido en la base jurídica del país; un texto que consagra los derechos humanos como eje principal de nuestra convivencia. En sus primeros artículos, establece la igualdad de todas las personas y habla de derechos como la libertad de expresión, la educación, la salud y un medio ambiente sano.
Además de consagrar derechos, la Constitución establece cómo se organiza el poder público. Divide al gobierno en tres poderes —Ejecutivo, Legislativo y Judicial—, define sus funciones y establece mecanismos de control para evitar abusos. También organiza al país como una federación, reconociendo la autonomía de estados y municipios. Es decir, no solo fija los derechos de las personas, sino también los límites del poder y las reglas para que nuestras instituciones funcionen. A través de su procedimiento de reforma, la Constitución se asegura de que, aunque esté diseñada para perdurar, pueda adaptarse a los cambios sociales y políticos que demanda la realidad.
Sin embargo, nuestra Constitución enfrenta un problema serio: está sobrecargada. Con más de 700 reformas, ha incluido temas que no deberían pertenecer al texto constitucional. Esto ocurre cuando se usa como una especie de cajón de sastre para regular detalles técnicos o administrativos que deberían estar en leyes reglamentarias, secundarias o hasta en normas oficiales mexicanas. Por ejemplo, normas que especifican cómo debe operar una institución o políticas públicas específicas para situaciones concretas. Estos temas no solo son ajenos al propósito de una constitución, sino que dificultan su flexibilidad y adaptación futura.
Una constitución sobrecargada no solo es menos efectiva, también se vuelve inaccesible para quienes más la necesitan: las personas. En lugar de ser una guía clara y comprensible, se transforma en un texto técnico que solo personas con determinado expertise pueden interpretar. Esto va en contra del espíritu de una constitución, que debe ser la herramienta principal para que la ciudadanía conozca y defienda sus derechos.
Volver al propósito esencial de la Constitución mexicana implica un ejercicio de depuración y claridad. Su misión no es resolver cada problema técnico ni detallar cada política pública, sino establecer los principios fundamentales de convivencia y justicia. Necesitamos un texto que sea claro, accesible y centrado en lo esencial: los derechos humanos, las bases de nuestra democracia y los límites al poder.
La Constitución es, y debe ser, la brújula que nos oriente hacia el país que queremos ser. La pregunta no es qué más podemos agregarle, sino cómo podemos usarla mejor para cumplir con su propósito: garantizar una vida digna para todas las personas en México.