El amparo no es una figura lejana ni exclusiva de los tribunales. Es el instrumento que permite que una persona enfrente a la autoridad con argumentos constitucionales. Por eso, cada vez que se reforma su ley, debería preocuparnos qué tan cerca o qué tan lejos queda de la gente.
La reforma recién aprobada a la Ley de Amparo no representa un avance en la protección de derechos. Por el contrario, introduce límites que podrían dificultar el acceso a la justicia y volver más desigual la posibilidad de defenderse frente al Estado. Se reducen las posibilidades de ampliar una demanda, se endurecen los criterios para conceder suspensiones y se hace casi imposible recusar a la persona juzgadora cuando existen dudas legítimas sobre su imparcialidad. En conjunto, los cambios no fortalecen el juicio: lo vuelven más estrecho, técnico e indirectamente, costoso.
Aun así, hay algo que vale la pena destacar. La iniciativa original era todavía más regresiva. En su versión inicial, se buscaba eliminar la posibilidad de conceder suspensiones en prácticamente todos los casos relacionados con concesiones, permisos o licencias tanto federales como locales, esto habría sido la muerte para miles de medianas y pequeñas empresas. Gracias a la presión de organizaciones civiles, litigantes, académicas y colectivos que participaron en el proceso de parlamento (semi) abierto, varios de esos retrocesos se moderaron. No fue suficiente, pero sí demostró que la incidencia sirve.
Esa experiencia importa. Porque si algo dejó claro esta reforma es que no podemos abandonar los espacios de deliberación pública, por imperfectos que sean. Cuando las voces especializadas y ciudadanas están ausentes, las decisiones se toman sin matiz alguno. El parlamento semi-abierto no impidió todos los riesgos, pero sí logró contener parte de ellos. Y esa es una razón más para seguir yendo, insistiendo, explicando.
El debate sobre el amparo, y en general sobre lo jurídico, debe salir de los círculos técnicos. Es urgente que quienes conocen a fondo la materia, léase litigantes, defensoras públicas, académicas, traduzcan en lenguaje llano qué implican estos ajustes y cómo afectan a las personas estos cambios. Si el amparo y lo jurídico en general se percibe como un asunto de especialistas, terminará siéndolo aún más en los hechos: un juicio reservado para quien pueda pagarlo.
El nuevo marco legal eleva la exigencia para litigar con precisión, conocimiento y estrategia. Eso no es malo en sí mismo; la profesionalización de la práctica jurídica es necesaria. Pero el Estado no puede asumir que todas las personas tendrán acceso a ese nivel de defensa. En la práctica, esto significa que la Defensoría Pública Federal debería fortalecerse de manera urgente: más personal, mejor capacitación y autonomía técnica para enfrentar casos complejos. Sin ese contrapeso, la reforma corre el riesgo de profundizar la desigualdad en el acceso a la justicia.
Históricamente, el juicio de amparo fue concebido como un escudo frente al abuso del poder. Su legitimidad proviene de haber protegido, una y otra vez, a quienes no tenían otra herramienta. Si el nuevo diseño legal convierte ese escudo en un laberinto técnico, la promesa constitucional se desvanece. No se trata de rechazar todo cambio en tanto que ninguna institución sobrevive sin reformarse, sino de exigir que las modificaciones no rompan ni destruyan lo que el amparo significa: la posibilidad de detener un acto inconstitucional.
En este contexto, la incidencia jurídica y ciudadana adquiere un papel central. No basta con señalar los riesgos desde foros o comunicados; es necesario acompañar a las organizaciones que están evaluando rutas de litigio estratégico, presionar por reformas complementarias y exigir presupuestos suficientes para la defensa pública. Explicar, debatir, enseñar: ese también es un acto de defensa constitucional.
La nueva Ley de Amparo nos deja una lección que no deberíamos pasar por alto: los derechos no se pierden de golpe, se erosionan cuando dejamos que las reformas se discutan solo entre quienes las entienden o entre los que dicen entenderlas. Este texto también es un llamado urgente al gremio: se necesita traducir la técnica jurídica en sentido común democrático. Si logramos hacerlo, el amparo seguirá siendo el muro de carga del Estado de derecho; si no, se convertirá en otro privilegio más.