Imaginemos que alguien nos invita a una partida de ajedrez, pero cuando llegamos a la mesa, el tablero es de damas chinas, las piezas son de ajedrez, y quien nos reta a jugar cambia las reglas cada vez que quiere ganar. Esta metáfora se la escuche a Luis Carlos Ugalde en una entrevista con Gabriela Warkentin y me pareció la más acertada, por que así, exactamente así, se siente el proceso que nos prometieron como elección judicial en México.
Lo que debería ser una apuesta por acercar a la ciudadanía al Poder Judicial está derivando en una campaña electoral más. Pero no cualquier campaña: una con reglas borrosas, límites difusos y promesas que desdibujan la función misma de juzgar. En redes sociales, en entrevistas y hasta en mítines, algunas candidaturas judiciales ofrecen cosas que simplemente no están dentro del margen de acción de un juez o jueza. Prometen “acercar la justicia”, “reformar el sistema”, “terminar con la corrupción”. Y aunque esas causas suenen bien, y todas estamos a favor y por esas causas, hay que decirlo con todas sus letras: estas promesas son imposibles desde el asiento de un tribunal.
¿Desde cuándo un cargo judicial se convirtió en plataforma para hacer política pública? ¿Qué garantías nos quedan cuando la independencia judicial se ve comprometida por los intereses partidistas o las presiones de campaña? ¿Qué tanto se puede juzgar con imparcialidad cuando se ha pedido el voto prometiendo castigar a ciertos actores y proteger a otros?
Las campañas han trastocado la naturaleza del quehacer judicial. La judicatura por definición es contraintuitiva al espectáculo. No necesita aplausos, necesita argumentos. No busca seguidores, busca razones. No promete el futuro, garantiza derechos en el presente y protege que exista un futuro. Y sin embargo, en esta elección, vemos cómo se usan jingles, redes sociales, espectaculares y hasta discursos de corte mesiánico para captar la atención del electorado. Todo, mientras el juego democrático y la función judicial se desdibujan mutuamente.
No se trata de negar la necesidad de una justicia más cercana. Se trata de no confundir el acceso con el populismo, ni la apertura con la demagogia. La justicia no es una carrera de popularidad, y quienes aspiren a impartirla no pueden ser empujados a convertirse en influencers jurídicos.
Hay que decirlo con firmeza: si el tablero está roto, no basta con mover las piezas. Tenemos que repensar el juego entero. Porque una justicia que se construye sobre campañas vacías, promesas imposibles y candidaturas con doble agenda no es justicia. Es un simulacro. Una parodia peligrosa.
Y lo que está en juego no es menor. Si permitimos que se normalice este circo electoral con toga y birrete, si dejamos que la toga se confunda con la propaganda, entonces habremos perdido algo mucho más valioso que una elección: la confianza en que la ley puede ser el límite al poder, no su marioneta.
Pero rendirse no es opción. Votar sí lo es.
Porque, a pesar del ruido, también hay perfiles comprometidos con la legalidad, con los derechos humanos, con una justicia que no se doble ante el poder. Personas que han resistido desde dentro del sistema, que han construido sentencias que salvan vidas, que han hecho de la imparcialidad su forma de trabajo y no su eslogan de campaña.
Por ellas y ellos, por quienes aún creen que la justicia puede ser un contrapeso real, hay que votar. Con el mismo cuidado con el que se elige a quien va a dictar una sentencia que puede cambiar la vida de alguien. Porque eso es, al final, lo que está en juego: no solo quién gana, sino qué justicia queremos construir.
Y esa decisión sí está en nuestras manos.