El viernes pasado, la marcha contra la gentrificación recorrió las calles de la colonia Roma. Fue, para muchas personas, la primera vez que se visibilizó públicamente una incomodidad creciente: la ciudad se está transformando a una velocidad que deja fuera a quienes la han habitado durante décadas. Aunque los titulares se centraron en algunas expresiones de enojo —pintas, cristales rotos, mensajes en inglés—, el fondo de la protesta era otro: un reclamo colectivo ante un proceso urbano que va mucho más allá de una colonia o un grupo de personas.

La gentrificación no ocurre por accidente ni por la decisión individual de alguien que se muda. Es el resultado de una serie de dinámicas estructurales que, al combinarse, hacen de la vivienda un bien escaso, caro y cada vez más alejado del alcance de las mayorías. No es un fenómeno exclusivo de la Roma o la Condesa. Lo vemos en Santa María la Ribera, en la Doctores, en la Narvarte, en el Centro Histórico, en Iztapalapa. En distintos puntos de la ciudad, la lógica se repite: se rehabilita una zona, llegan nuevos servicios, se disparan las rentas y, poco a poco, quienes han vivido ahí por generaciones se ven obligados a irse.

Este proceso ha ganado fuerza en los últimos años, en parte por la expansión del trabajo remoto y las plataformas de renta de corta estancia. La llegada de personas con mayor capacidad económica —ya sean del interior del país o del extranjero— ha generado tensiones reales. Pero sería un error reducir la conversación a una cuestión de identidades o de culpas individuales. La gentrificación no es un conflicto entre quienes llegan y quienes estaban. Es un desajuste entre el derecho a habitar la ciudad y los mecanismos económicos que la organizan.

Por eso, lo que se expresó el viernes no fue odio, sino hartazgo. Hartazgo de no poder pagar una renta digna. De ver cómo los espacios cotidianos se transforman en zonas de paso. De que la ciudad se vuelva un escenario bonito pero inhabitable. La protesta fue, sobre todo, un llamado a pensar la ciudad de forma colectiva. A reconocer que habitarla no debería ser un lujo, sino un derecho.

Hablar de gentrificación es hablar de desigualdad, de acceso al suelo, de vivienda, de comunidad. Es preguntarnos qué tipo de ciudad queremos construir: una que acoja o una que excluya. No se trata de volver al pasado, sino de garantizar que quienes sostienen la vida cotidiana de esta ciudad —sus vecinas, trabajadores, comerciantes, estudiantes— puedan seguir formando parte de ella.

La gentrificación no se resuelve señalando a quien llega, sino actuando sobre lo que permite —y promueve— que tantas personas tengan que irse. Regular el mercado de vivienda, limitar la renta turística, proteger el alquiler accesible y garantizar suelo para quien habita, no solo para quien invierte, son pasos urgentes. No se trata de frenar el cambio, sino de decidir hacia dónde —y para quién— cambia la ciudad.

Bad Bunny canta: “No quiero que hagan contigo lo que le pasó a Hawái”. Y tiene razón. Porque lo que le pasó a Hawái fue el despojo, la pérdida de lo cotidiano, el encarecimiento que convierte la vida en postal. La advertencia del puertoriqueño no es solo poética: es política.

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