Este domingo arrancan formalmente las campañas para elegir, por voto popular, a jueces, magistrados, magistradas y ministras de la Suprema Corte. Aunque el calendario electoral avanza con la puntualidad de siempre, lo que viene no tiene precedentes. Por primera vez, miles de personas que forman parte del Poder Judicial federal dejarán su toga en pausa para lanzarse a la contienda.
Porque sí: buena parte de quienes competirán por esos cargos judiciales ya ocupan un lugar en el sistema de justicia. Son juezas, actuarios, secretarias de estudio y cuenta, magistrados. Y muchos, en un ejercicio de congruencia para contender han decidido pedir licencia. ¿El resultado? Un Poder Judicial con vacíos que nadie sabe cómo —ni cuándo— se van a llenar.
Esto no es menor. En un país con una carga judicial ya de por sí insostenible, cada ausencia importa. Cada expediente detenido, cada acuerdo que no se publica, cada diferimiento de audiencia tiene rostro, tiene historia. Son personas que esperan justicia, personas privadas de su libertad sin resolución, personas que buscan que se ordene a la autoridad se les realice una cirugía o se les dé un medicamento.
Y mientras tanto, el espectáculo electoral arranca formalmente y en muchos casos continúa.
Quienes defienden la reforma hablan de “democratizar al poder judicial”. Pero lo cierto es que las reglas que regirán estas campañas parecen más bien diseñadas para el absurdo: no hay financiamiento público, y el acceso a medios de comunicación está severamente limitado.
Sin embargo, hay un punto aún más preocupante: los topes de gasto permiten que quienes tienen más recursos económicos puedan darse a conocer más fácilmente. ¿Dónde queda la equidad? ¿Cómo compite alguien sin estructura política, sin partido, sin dinero? Esta no es una contienda entre propuestas jurídicas: es una carrera de visibilidad. Y en ella, quienes más tienen, más posibilidades tienen de llegar.
Y como si no bastara, se abrirá la puerta a dinámicas desleales dentro del propio Poder Judicial. Por un mismo cargo podría estar compitiendo un magistrado y alguien de su equipo inmediato: una secretaria proyectista, un oficial judicial, un actuario. ¿Qué garantías hay de que el juego será limpio? ¿Cómo proteger la autonomía y la equidad en un entorno donde la jerarquía laboral y la subordinación podrían convertirse en estrategia política? Esta reforma no solo desordena al Poder Judicial desde fuera; también lo fractura por dentro.
A esto se suma lo que ya han denunciado muchas y muchos integrantes del Poder Judicial: no hay condiciones materiales mínimas para trabajar. En varios juzgados y tribunales no hay impresoras, no hay papel, no hay tóner. ¿Cómo se supone que se administre justicia así? Mientras se destinan recursos, tiempo y atención al espectáculo electoral, el día a día de la justicia se erosiona en silencio.
Lo dije hace meses y lo repito hoy: nadie gana con esta reforma. No ganan las personas que enfrentan un juicio. No ganan las víctimas que buscan verdad. No gana el personal judicial que no sabe cómo y si se cubrirán las ausencias de quienes piden licencia. Y mucho menos ganan quienes sí creen en la independencia judicial, esa que ahora parece desdibujarse entre selfies de campaña y eslóganes que nada tienen que ver con acercar la justicia a la gente.
Pero que esta reforma nos indigne no significa que debamos abandonar las urnas. Al contrario: hoy más que nunca es fundamental votar. Porque, aunque no estemos de acuerdo con cómo se ha transformado el sistema, lo peor que podríamos hacer es cederle el espacio a quienes sí están dispuestos a usarlo —y abusarlo— en su beneficio. Votar es también una forma de resistencia. Es usar la poca voz que nos dejaron para exigir que no nos arrebaten más.
Cuando el acceso a la justicia se vuelve rehén del calendario electoral, y el criterio se vuelve popularidad, es momento de alzar la voz. Porque una cosa es abrir el sistema, y otra muy distinta es vaciarlo de sentido.